viernes, 16 de octubre de 2009

AL CÉSAR, LO QUE ES DEL CÉSAR: HACIA UN ESTADO CON LIBERTAD DE MENTE

José Enrique Escardó Steck *

Las revoluciones estallan cuando una cantidad suficiente de seres humanos se dan cuenta de que han sido engañados. Algunos dicen que Jesús de Nazareth fue un revolucionario. Pero, como publicista y estudioso de las religiones desde hace más de 15 años, debo agregar que no le fue suficiente ser un revolucionario, sino que lo que lo llevó a la fama que tiene es el hecho de contar con el mejor equipo de imagen y marketing de la historia, sin saberlo y tal vez sin quererlo. Pero, como suele suceder con los líderes que causan controversia, sus mensajes han sido, son y serán transformados por sus seguidores, los cuales tienen otras motivaciones, muchas veces teñidas de una incapacidad por diferenciar lo espiritual de lo material, en especial si son muy jóvenes [idealistas e impresionables por definición], como parece ser el caso de Juan, de quien se dice que fue el apóstol más joven -tenía unos 18 años cuando Jesús murió, es decir, unos 15 cuando lo conoció-, el amado, el único que estuvo al pie de la cruz, el que aparentemente luego escribe por lo menos 2 libros del nuevo testamento. Pero, en el caso del mensaje de Jesús de Nazareth, yo creo que no sólo fue transformado -es decir, que se le haya cambiado la forma- sino que fue -y permítanme inventar un término- ‘trannsfondeado’, se le cambió el fondo. Tanto se le cambió el fondo que, en el libro de los Hechos de los Apóstoles, el inmediatamente posterior a los evangelios en las biblias, surge la primera bronca de la naciente comunidad apostólica, que no podía ser llamada siquiera iglesia en ese tiempo: Pedro y Pablo, el primero un seguidor torpe, analfabeto e infiel, y el segundo un jinete iluminado que cuenta una historia de salvación que salva su conciencia después de haberse dedicado a matar a quienes luego lideraría. Ya desde ahí vemos que no hay un acuerdo sobre la esencia del mensaje de Jesús. Para muchos, este hecho pasa inadvertido, y es que, como devoradores de chismes que somos los peruanos, nos interesa más y nos sorprende como cosa nueva el lío entre el arzobispo Cipriani y el padre Martín Sánchez o la película ‘El Crimen del Padre Amaro’. Tan antiguo es el desacuerdo, que hasta hoy la teología católica habla de dos visiones del hombre, la dicotómica de Pedro [el hombre es cuerpo y alma] y la tricotómica de Pablo [el hombre es cuerpo, alma y espíritu]. Puntos de vista ambos, pero, al final, señales de que la cosa no estaba clara al comienzo ni está clara hoy. Lo mismo sucede con un tema anterior a Pedro y Pablo, la naturaleza de Adán y Eva. Hay quienes afirman que ellos fueron un hombre y su ‘costilla’ y otros que fueron dos pueblos. No hay dogma al respecto, así que a uno no lo excomulgan por creer que fueron pueblos. Y, si uno revisa la teología dogmática, encontrará varias otras especulaciones en torno al mensaje de Jesús de Nazareth.

Pero, a lo que iba con esto es a centrarme en el tema del presente artículo que le interesara a la gente que piensa más allá de lo que le enseñaron en el colegio o en la misa obligada de la niñez. El estado y la iglesia deben de estar tan separados como la enemistad entre ellos lo permita. Ésa es una de las enseñanzas más claras y contundentes de Jesús que nos ha llegado a través de los siglos, a pesar de los cambios de fondo o ‘transfondaciones’ impulsadas justamente por los vínculos estrechos entre iglesia y estado a través de la historia. Jesús lo repite a cada momento en las biblias, la separación entre lo terrenal y lo espiritual o celestial son una constante en su prédica y en sus actos. Es la razón por la que critica a los fariseos, es la razón por la que toma un látigo y espanta a grito pelado a los mercaderes del templo, es la razón por la que convierte a recaudadores de impuestos de esa época y les pide que dejen de trabajar para el imperio romano, etc, etc, etc.

Jesús es el primero en enseñar esto y sus enseñanzas sobre el tema sobran en las biblias a pesar de los cambios radicales que éstas han sufrido en el tiempo. Sin embargo, la iglesia católica se ha empeñado permanentemente en todo el mundo -y sigue empeñándose en nuestro país con mucha eficacia- en ser parte importante de las decisiones de los gobiernos de turno. Y los gobiernos de turno, muertos de miedo del poder de la iglesia -porque no hay otra razón para que no cambien esto- siguen pronunciándose como católicos, apostólicos y romanos y pidiendo visitas con el papa. Asunto de estado y noticia de primera plana es, en pleno siglo XXI, que una primera dama judía, divorciada, re casada con el mismo señor que ahora es presidente, casada en el extranjero con otro, mentirosa, racista y productora de muchos más ‘pecados’ condenados por la iglesia sea o no recibida por el papa. Y toda la negociación, por supuesto, con fondos del estado.

Antes de hablar de la realidad peruana, permítanme hacer algunas menciones de cómo se manejó este tema en la historia mundial. El tiempo es corto, por lo que sólo pondré sobre la mesa pocos pero contundentes ejemplos.

En la antigüedad bíblica y extrabíblica, una característica común a todas las culturas que conocemos era la unión entre trono y altar, entre el príncipe y el cura. La idea de ‘separación entre estado e iglesia’ ni se había escuchado. Los sacerdotes paganos -astrólogos, magos, hechiceros, etc.- eran los consejeros más cercanos del emperador y, con frecuencia, la influencia oculta que controlaba el imperio. La unión entre estado e iglesia persistió desde los días de Babilonia -la ciudad de la Torre de Babel-, el primer imperio, hasta más allá del ascenso de Roma, el cuarto imperio mundial según la visión del profeta Daniel. Como hemos visto, los emperadores romanos, como los demás gobernantes antiguos, eran la cabeza de los sacerdotes paganos y eran adorados como dioses. A pesar de que Jesús habló claramente de la separación de estado e iglesia, el concepto se recuperó y cobró real importancia recién con la aparición de la Reforma Protestante. Desde ese momento, la iglesia católica, como continuación religiosa del imperio romano, ha estado consiste y viciosamente en contra de este concepto. El Dr. Brownson, un periodista católico muy prestigioso del siglo XIX, expresó la posición católica cuando escribió: Ningún gobierno civil, sea monarquía, aristocracia, democracia... puede ser un gobierno sabio, justo, eficiente o duradero, que gobierne para el bien de la comunidad, sin la Iglesia Católica.

El Vaticano ha peleado permanentemente contra todo avance hacia una democracia cuando existían las monarquías absolutas, empezando con la Magna Carta de Inglaterra, promulgada el 15 de junio de 1215 y considerada la madre de las constituciones europeas. Este documento fue denunciado inmediatamente por el papa Inocente III [1198-1216], quien la pronunció nula y vacía y excomulgó a los barones ingleses que la adquirieron y absolvió al rey Juan de cumplir su compromiso con estos barones. Entusiasmado por el papa, el rey trajo mercenarios extranjeros para que luchen contra esos barones, trayendo esto gran destrucción al país. Los papas siguientes hicieron todo lo que estuvo en su poder para ayudar al sucesor de Juan, Enrique III, a abolir la Magna Carta, empobreciendo el país con impuestos papales. A pesar de ello, los barones ganaron al final.

El papa León XII reprendió a Luis XVIII por aceptar la Constitución Francesa, mientras que el papa Gregorio XVI habló en contra de la Constitución Belga de 1832. Su encíclica Mirari vos, del 15 de agosto de 1832, condenaba la libertad de pensamiento como un engaño insano y la libertad de prensa como error pestífero, el cual no podría ser nunca suficientemente detestado. Él manifestó el derecho de la iglesia a usar la fuerza y, como incontables papas anteriores, demandó que las autoridades civiles apresaran inmediatamente a cualquier no-católico que se atreviese a predicar y practicar su fe.

La historia de América Latina ha demostrado plenamente la exactitud de esta preocupación eclesiástica. En los países católicos, el odio de los papas a las libertades y su asociación con regímenes opresivos, a los cuales terminaron manipulando a su antojo, están registrados en la historia. Luego de que la revolución de Benito Juárez -en 1861- fuera derrotada por el ejército francés de Napoleón III en México, y Maximiliano fuera instalado como Emperador de ese país, éste último se dio cuenta de que no podría regresar a las anteriores fórmulas totalitarias. El papa Pío IX le escribió indignado a Maximiliano, demandándole que la religión Católica debe, por sobre todas las cosas, continuar siendo la gloria de la nación mexicana, y se debe excluir cualquier otra adoración y que la instrucción, sea pública o privada, debe ser dirigida y supervisada por la autoridad eclesiástica, además, que la iglesia no debe de estar sujeta a la arbitrariedad del gobierno civil.

En resumen, un imperio al estilo del fundado por Nimrod en Babel, donde la iglesia y el estado son uno, es por lo que siempre ha luchado el catolicismo con todas sus fuerzas. Como manifestó la publicación católica The Catholic World en tiempos del Concilio Vaticano I [1870]: Si el estado tiene algunos derechos, sólo es por virtud y permiso de la autoridad superior de la iglesia.

La antipatía del Catolicismo en relación a las libertades básicas creó alianzas nada sagradas con los gobiernos totalitarios de Hitler y Mussolini, quienes fueron alabados por el papa y otros líderes de la iglesia como hombres elegidos por dios. A los católicos se les prohibió oponerse a Mussolini y se les pidió, más bien, que lo apoyen. La iglesia prácticamente elevó al gobierno al dictador fascista [como lo haría con Hitler unos años después]. A cambio, Mussolini [en el Concordato de 1929 con el Vaticano] hizo del Catolicismo Romano nuevamente la religión oficial del estado y criticar a esta religión era considerado una ofensa penal. A la iglesia, por supuesto, se le otorgaron otros favores, incluyendo una vasta suma de dinero en efectivo y lazos con el gobierno.

La Constitución Política del Perú de 1979 ya habla de que el Perú no tiene religión oficial. 23 años después, la gran mayoría de nuestros compatriotas no lo saben y siguen creyendo que el catolicismo es la religión del estado peruano. En 1980, el gobierno de turno firma un Acuerdo entre la Santa Sede y la República del Perú -también llamado Concordato, como el de Mussolini-, aprobado por el Decreto Ley Nº 23211. Es ahí donde se regulan las relaciones entre el estado peruano y la iglesia católica, desde ese momento hasta hoy. La mayoría de nuestros compatriotas no conocen la existencia de este acuerdo ni, mucho menos, su contenido. Para resumir, podemos sacar tres conclusiones de su aplicación:

1. No tiene nada que ver con las instrucciones específicas del Jesús de las biblias, que es el Jesús al que sigue la iglesia.

2. Es sumamente ventajoso para la iglesia, ya que le da un lugar tan importante en la vida republicana -léase terrenal- que hace olvidar a los que saben que no es la religión oficial que no lo es y hace seguir creyendo a los demás que sí lo es.

3. Es el material de construcción de las dos columnas de la iglesia católica en el Perú: el dinero y el poder, ninguno antes ni después que el otro, por si acaso.

Los beneficios que derivan de este Concordato incluyen el pago de sueldos altísimos a los obispos y autoridades eclesiásticas [con sus equipos de trabajo completos, todo ello publicado en el diario El Peruano, como si fueran funcionarios y empleados del estado], descuentos especiales en pasajes aéreos a través de la Conferencia Episcopal Peruana, puestos claves y participación en actos públicos y privados del estado, pago total de los viajes de las autoridades eclesiásticas en misión a Roma, incluidos viáticos, etc.

Sin embargo, la Constitución de 1993 establece lo siguiente:

Artículo 2°. Toda persona tiene derecho:

2. A la igualdad ante la ley. Nadie debe ser discriminado por motivo de origen, raza, sexo, idioma, religión, opinión, condición económica o de cualquiera otra índole.

3. A la libertad de conciencia y de religión, en forma individual o asociada. No hay persecución por razón de ideas o creencias. No hay delito de opinión. El ejercicio público de todas las confesiones es libre, siempre que no ofenda la moral ni altere el orden público.

Artículo 50°. Dentro de un régimen de independencia y autonomía, el Estado reconoce a la Iglesia Católica como elemento importante en la formación histórica, cultural y moral del Perú, y le presta su colaboración. El Estado respeta otras confesiones y puede establecer formas de colaboración con ellas.

Pero, en la práctica, esto no se cumple. Les contaré un caso que yo viví en carne propia para graficar este punto: En 1996, siendo Director Nacional de Comunicación y Cultura de la Asociación Internacional para la Conciencia de Krishna, más conocidos como Hare Krishnas, fui a la Municipalidad de Miraflores con todos los requisitos solicitados a pedir un permiso para una marcha por la paz, dado que ese año se celebraba el centenario del nacimiento del fundador de esta Asociación Internacional. Me negaron el permiso aduciendo que había una prohibición para los ruidos molestos. Excusa estúpida por supuesto. Éste era un caso de absoluta discriminación porque el Director Municipal era miembro de un grupo religioso peruano conocido y cuestionado, el Sodalicio de Vida Cristiana. Yo he sido parte de ese grupo al salir del colegio, historia que ya he contado en entrevistas y artículos en diversos medios, así que conocía a este señor. Lo único que hice fue decirle que, si no me otorgaba permiso, iría a denunciarlo a él y al alcalde por ir contra la Constitución. Saqué la Constitución y le leí los artículos correspondientes. A las 3 horas, recibí el permiso por fax, firmado por él y por el alcalde. Sin embargo, la marcha tenía algunas restricciones, las cuales tuvimos que cumplir. Estoy absolutamente seguro de que, si yo hubiera sido un representante católico, no hubiera habido ninguna excusa ni restricción y, por el contrario, se nos habría otorgado todas las facilidades del caso. Ésta es una de mis experiencias en el tema de irrespeto práctico a la libertad de cultos, pero tuve más y sé que siguen existiendo.

La separación entre estado e iglesia en el Perú existe en el papel hace 23 años, pero todo sigue igual o peor. Yo no quiero un estado laico, porque el laico, por definición, es un católico practicante que no opta por la vida monástica o sacerdotal. Quiero un estado libre para todas las creencias, las cuales, finalmente, son puntos de vista. Hay puntos de vista mucho más antiguos que el católico, pero, como los católicos llegaron primero, aliados con los creadores de estados nuevos, robaron la libertad de conciencia a su gente, obligándoles con todo tipo de amenazas, castigos físicos y económicos y hasta la pena de muerte a asumir el punto de vista católico. Ese tiempo ya pasó y la tradición no es excusa para seguir destrozándole la libertad a los habitantes de un país que necesita abrir su mente para vivir en paz en medio de sus diferencias. La religión es la raíz del comportamiento moral de una sociedad, y si estamos dejando que otros enseñen a nuestros hijos a que crean que la única religión que los hará insertarse a la sociedad peruana con dignidad y sin vergüenza alguna es la católica, estamos dejando que la mentalidad colonizadora que creó la inquisición siembre intolerancia y cerrazón mental en seres que nacen en un siglo donde se espera más de nosotros.

Termino con la misma cita con la que empecé: Las revoluciones estallan cuando una cantidad suficiente de seres humanos se dan cuenta de que han sido engañados. Nosotros somos los primeros, hagamos que pronto sean suficientes. Hablemos de esto con quien podamos.

* Consultor en Comunicación

E-mail: jees@grupojees.com. Pág. web: www.jees.tk.

(Ponencia para panel Separación entre estado e iglesia en el Perú organizada por la AERPFA, 18 de enero de 2003).

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