jueves, 22 de diciembre de 2022

RESEÑA:

Inventando a Dios. Psicología de la creencia y el auge de la espiritualidad secular por Jon Mills. Lima: Ediciones de Filosofía Aplicada, 2022, 364 pp. 

Mi apreciado y admirado amigo Manuel Paz y Miño Conde, filósofo, traductor y editor, me ha privilegiado obsequiándome el libro Inventando a Dios. Psicología de la creencia y el auge de la espiritualidad secular del autor canadiense Jon Mills, filósofo y psicoanalista, y me ha solicitado opinar sobre el contenido de esta obra.

Agradezco la deferencia y ofrezco mi modesta opinión.

Resalto la importancia de la obra, pero antes que nada debo declarar que soy ateo desde mi adultez temprana. Comparto completamente con Mills las ideas, los conceptos, las opiniones de este y de los otros autores que lo respaldan y a los que hace referencia, en apoyo de sus tesis relacionadas tanto a Dios como a las religiones, como cuando afirma:

Aunque es un hecho bien documentado que la religión es una burocracia impulsada políticamente que promueve la verdad ilusoria al servicio de la conquista del poder fomentando el prejuicio intelectual y la servidumbre, es insondable pensar que cualquiera que no sea retrasado podría creer que un hombre se levantó de la tumba (pág. 169).

Y yo me permitiría agregar que es igualmente insólito y mentiroso que una mujer virgen “concibiera sin pecado”, o que el Mar Rojo se dividiera a pedido de Moisés, o que el hombre resucitado “caminara” sobre el mar, o tantos otros desatinos que nos introdujeron en la mente desde la infancia por nuestros padres, familiares y educadores, y que quedaron grabados como “memes” (Richard Dawkins) muy difíciles de borrar.

Jon Mills recurrre a Tertuliano que en el siglo II después de Cristo afirmó: “Es cierto, porque es imposible” (íd.).

Sin duda, la opinión de Bertrand Russell a la que Mills recurre es totalmente aceptable: “La religión se basa, creo, principal y fundamentalmente en el miedo” (p. 151).  

La separación que hace el autor de los conceptos de “Dios” y “religión”, aunque no es nueva, ni tal vez original, me parece oportuna y su reiteración muy necesaria para la comprensión de las conductas y los comportamientos de los creyentes. Como psicoanalista que es, no es de extrañar sus reiteradas referencias a Sigmund Freud, Así, señala: “Para Freud, la religión es una neurosis cultural, y en particular de tipo obsesivo-compulsivo, formada "mediante una remodelación delirante de la realidad"” (p. 175). De ahí su afirmación y recomendación siguiente: “...deberíamos recordar que la creencia en Dios es neurótica, por lo tanto, una patología, tanto una panacea ilusoria como una continuación innecesaria de nuestro sufrimiento” (p. 185).

Y en cuanto a Dios, Mills, desde las primeras páginas de su libro afirma su ateísmo. Dice: “En este libro sostengo que Dios no existe” (p. 12). Y en las 352 páginas siguientes confirma y defiende su pensamiento: “Dios es sólo un pensamiento” (p. 13), “Dios existe sólo como una idea” (p. 66), “Dios no existe independientemente de la mente”, “Dios no puede existir sin mente”...”Por lo tanto, Dios es la invención de una idea” (p. 69).

Mills también establece lo doloroso que representa para muchos creyentes la decisión de dejar de creer en Dios. Como referencia, y tal vez como consuelo, recuerda lo que Russell escribió en su Autobiografía: “...lo profundamente traumático y emocionalmente doloroso que fue ... darse cuenta de que Dios no existe” (p. 150). Pero lo  real, lo auténticamente verdadero es que no “[n]o hay nada más allá del mundo natural.  Y, ciertamente, no existe una vida posterior personal o consciente.  La conciencia y la identidad personal perecen junto con la muerte física del cuerpo” (p. 337).

Una referencia, a mi juicio muy importante que hace Mills en su libro, es la mención a las estadísticas sobre el ateísmo en el mundo. Informa que: “Un importante estudio epidemiológico reciente sobre el ateísmo mundial o las creencias no teístas muestra que entre 500 y 750 millones de seres humanos en todo el mundo se muestran escépticos acerca de Dios o no creen en él (Norris & Inglehart, 2004; Zuckerman, 2007)”. Y agrega que “hasta 1100 millones de personas se han identificado como “sin afiliación religiosa”, lo que representa aproximadamente 1 de cada 6 personas (16 %) en todo el mundo” (p. 245, nota 201). Y concluye: “Tenemos que aceptar el hecho de que esta única existencia es nuestra procedencia y destino.   No hay nada más allá del mundo natural” (p. 337).

Declaro que comparto plenamente este planteamiento y considero que la única fe tiene que ser racional. Aunque, como lo recuerda el mismo Mills, Lutero haya afirmado que “la razón es la ramera de la humanidad” (p. 220), lo que podríamos revertir para aplicarlo a la “religión”.

Muchas gracias, mi querido Manuel, por este regalo espiritual, un libro cuya lectura recomiendo leer y releer”

Artidoro Cáceres Velásquez, médico-neurólogo y neuropsicólogo.

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lunes, 19 de diciembre de 2022

ETICA CON Y SIN RELIGION

El buen samaritano (1647) por Balthasar van Cortbemde



Manuel A. Paz y Miño Conde, Lic. en Filosofía por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Perú), Mag. en Humanidades, mención en Ética Aplicada, por la Universidad Linköping (Suecia), y docente universitario.

Correo-e: mapymc@yahoo.com

 

Introducción

En las primeras sociedades humanas para tratar de evitar el abuso y el daño por parte de unos contra otros, sus integrantes más sabios y poderosos se percataron de la necesidad de plantear reglas que permitieran una mejor interacción entre sus integrantes.

Así, los líderes de esas culturas primigenias establecieron normas de conducta para controlar mejor a sus subordinados, y mantener su poder y privilegios, así como para la convivencia entre apelando a lo sobrenatural.

Para un mejor cumplimiento, respeto y obediencia hacia tales normas, éstas eran enseñadas y consideradas con bases religiosas, esto es, como reveladas, supuestamente, por una voluntad divina que quería que sus fieles se comportasen según su voluntad.

Moral religiosa

Los mandatos o preceptos morales que enseñan las religiones al estar basados en la fe en la divinidad, tienden a ser absolutistas, autoritarios e intolerantes. Son absolutistas pues deben cumplirse siempre, no importando las circunstancias de tiempo y espacio, y, por lo tanto, deben cumplirse sin excepciones. Son autoritarios porque son ordenados y protegidos por la máxima autoridad tanto terrenal como divina. Y así al ser normas absolutistas y autoritarias son intolerantes al amenazar con castigos, en esta vida o la otra, a sus infractores.

Los mandamientos religiosos al fundamentarse en un premio o castigo divino tienden a valorar más el destino futuro, sea en presencia de Dios o sufriendo su castigo, que su existencia terrenal, sus placeres y deseos. Pero eso tiene sus inconvenientes: tales normas divinas crean en sus transgresores constantes conflictos morales, sentimientos de culpabilidad así como críticas y censura social.

La realidad es que por más piadosa que sea una sociedad siempre habrá quienes trasgredan tanto las normas religiosas como laicas, gente que no esté pensando que dios o los dioses los están vigilando en todo momento o que simplemente cuestionan que en verdad les vigilan.

Además, no todas las sociedades tienen las mismas creencias religiosas  y doctrinas ni adoran a un mismo dios, y por lo tanto, sus mandamientos y ritos pueden variar.

Moral arreligiosa

En nuestra época contemporánea e interconectada, en extremo secularizada y materialista, los así llamados mandamientos divinos ya no pueden guiarnos ante los diversos y novedosos dilemas que se presentan en la actualidad. Dilemas sobre asuntos sociales, educativos, políticos y hasta ecológicos.

La guerra, por ejemplo, donde se mata legalmente a otros, se ha llevado a cabo a través de los siglos incluso en nombre de Dios, la Patria, la Democracia, la Libertad, la Justicia, etc. De manera semejante, la pena de muerte se ha aplicado especialmente a asesinos y particularmente a traidores de la patria, narcotraficantes y hasta infieles.

Luego, si planteamos un código de ética sin fundamento en alguna supuesta voluntad divina nos quedaría simplemente observar como se lo ha fundamentado, a través de la historia de la ética filosófica, con bases terrenales diversas:  la sabiduría popular, el autodominio, la resignación, el placer, el deber individual, la fuerza de la costumbre social,  lo mejor y lo útil para la mayoría, la consecuencia de nuestra acción, etc.

Querer hacer versus deber hacer

Las normas de una ética religiosa y las de una filosófica pueden caer en saco roto ante la prevalencia de las emociones y las pasiones egoístas de la gente que las quebranta con o sin remordimientos. Y precisamente en esto radica la principal debilidad de cualquier ética. Una cosa es lo que debemos hacer y otra lo que hacemos.

Dicho todo lo anterior, en lo que sí coinciden plenamente tanto la ética religiosa como la filosófica es en la regla de oro: “Trata a los demás como quieras que te traten los demás” y en la de plata: “No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti”.

Sin embargo, esas reglas son muy generales y, en ciertos casos, llevarían a un mal accionar. Por ejemplo, a un sadomasoquista, basado en la regla dorada,  le gustaría relacionarse con los demás en base al dominio y la sumisión o en desear sufrir o hacer sufrir a  los demás, o fundamentado en la regla plateada, rechazaría el buen trato, la consideración y el respeto, y ser feliz sanamente para sí mismo y los demás.

Para casos particulares, muy delicados y complejos, se requiere, por un lado, realizar una profunda reflexión personal para que uno mismo escoja la mejor elección; y, por otro lado, una persona puede buscar consejo en otros más sabios que él o ella.

Tanto para la reflexión personal como para sabio consejo se requiere el uso de la razón y no seguir reglas generales establecidas previamente. Esa sería la marca diferenciadora de una ética sin religión. Por el contrario, obviamente, una ética religiosa se basa sobre todo en la fe, y así en ser aceptada, obedecida y sin cuestionada.

Moral arreligiosa variada

Hemos visto que  tienden a ser absolutistas, autoritarios e intolerantes los preceptos o normas religiosos, y, por tanto, los de una moral sin religión tenderían a ser lo contrario: relativos, laxos, liberales.

Una moral sin religión simplemente no tomaría en cuenta para nada la creencia en la divinidad y/o en alguna conciencia post-mortem para plantear normas de conducta.

Así no habría una moral arreligiosa única pues hay no creyentes a favor y en contra del aborto, la eutanasia, el matrimonio monogámico vitalicio, el exclusivismo sexual, los derechos de los animales, el veganismo, el capitalismo, el anarquismo, el socialismo, la pena de muerte, la legalización de las drogas recreativas, la prostitución, la piratería, la crítica a las creencias religiosas, la separación Estado-Iglesia, etc.

Incluso el relativismo moral podría justificar el egoísmo, la explotación del prójimo, la tortura y otras violaciones de los derechos humanos como medios que justificarían la prevención de delitos.

Y del relativismo no dista mucho el nihilismo moral según el cual no hay valores o los imperantes ya son caducos.

Educación moral

Evidentemente la educación moral empieza en casa con la guía y el ejemplo de los padres, familiares o personas a cargo de los niños.

Si la educación moral se basa en la creencia tradicional o cultural en un dios, como el de las religiones abrahámicas, se apoyará, como ya hemos indicado, en el premio o castigo. De esa forma, hay padres que amenazan a sus hijos cuando son desobedientes, con el castigo de Dios o les ofrecen bendiciones divinas si son obedientes.

Además hay la creencia de que si los hijos estudian en escuelas confesionales les enseñarán a practicar valores. Sin embargo, la realidad demuestra que por más creencias religiosas que se les inculque a los niños, no todos las aceptarán como verdaderas en algún momento de sus vidas y se alejarán de la fe, o no todos practicarán lo aprendido a pesar de haber mantenido su fidelidad a la religión que se les enseñó desde muy temprano.

Lo que es peor podrán ser conscientes de sus maldades y mantendrán la mágica esperanza, en el caso de ciertas interpretaciones católicas y evangélicas, de que serán perdonados, siempre y cuando muestren arrepentimiento hasta antes de morir, incluso aunque cometan asesinatos. O aún justificarán sus abusos y homicidios al hacerlos en nombre de su religión o dios.

Pero si la educación moral, tanto de la casa como de la escuela, no se basa en ninguna creencia religiosa, se podrá fundamentar, como ya hemos dicho, en bases tan humanas como el sentido común, la razón, el placer, la resignación, la utilidad, el deber, etc. Por ejemplo, ¿por qué o cuándo debemos decir la verdad? ¿Para que los demás confíen en nosotros y no nos censuren en caso contrario? ¿Siempre o solo cuando no se perjudica a nadie con ella?

Moral social

Además, como nos muestra la historia, diversas prácticas culturales consideradas aceptables o no, buenas o malas y así legalmente aceptadas o penalizadas en un tiempo y lugar, son todo lo contrario en otros. Recordemos sino los matrimonios acordados, ya desde la niñez por los padres de los futuros esposos en sociedades patriarcales tradicionales, uniones que ya no se practican en las sociedades occidentalizadas modernas, o los actuales matrimonios homosexuales aceptados y legalmente establecidos alrededor del mundo que hubieran sido considerados inmorales, aberrantes y hasta delincuenciales en otras épocas pero que aún se los considera así en algunos países islámicos fundamentalistas.

Así que en la realidad, la moral imperante en determinada sociedad será considerada la correcta y a partir de ella se podrá usar como guía general de conducta para evitar la censura y el rechazo o ganar la aceptación y la abalanza de los demás respectivamente. Pero a pesar de la moral imperante, con bases religiosas, en una sociedad, existente en determinado lugar y tiempo, ésta podría evolucionar y cambiar, dándose la disminución lenta pero continua de sus acendradas creencias y prácticas religiosas, lo que producirá, por ende, un aumento de la increencia.

Con todo, los no creyentes de tal sociedad no podrán evitar que se les haya enseñado en su infancia normas morales con bases religiosas y, así, los ateos y los agnósticos, podrán descubrir y ser conscientes de que las practican a pesar de no creer en la religión imperante de la sociedad de la que forman parte. Eso podría explicar que no solo haya incrédulos antirreligiosos sino también hasta muy respetuosos de las creencias de los demás.

(Publicado simultáneamente en Pensar, revista iberoamericana para la ciencia y la razónhttps://pensar.org/2022/12/etica-con-o-sin-religion/)

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viernes, 11 de noviembre de 2022

ÉTICA SIN DIOSES

 

(Foto tomada de www.frank-zindler.com)


Frank Zindler, Bach. Ciencias por la Universidad de Michigan, ex presidente y actual miembro de la junta directiva de American Atheists.

Correo-e: fzindler@outlook.com

 

Una de las primeras preguntas que los verdaderos creyentes y los escépticos hacen a los ateos es: "Si no crees en Dios, no hay nada que te impida cometer crímenes, ¿verdad? Sin el miedo al fuego del infierno y a la condenación eterna, puedes hacer lo que quieras, ¿no?".

Introducción

Es difícil de creer que incluso personas inteligentes y educadas puedan sostener tal opinión, ¡pero lo hacen! Parece que nunca se les ocurrió que los griegos y los romanos, cuyos dioses y diosas eran algo menos que dechados de virtud, llevaban sin embargo vidas no obviamente peores que las de los bautistas de Alabama. Además, paganos como Aristóteles y Marco Aurelio -aunque sus sistemas no son adecuados para nosotros hoy en día- lograron producir tratados éticos de gran sofisticación, una sofisticación rara vez o nunca igualada por los moralistas cristianos.

La respuesta a las preguntas planteadas anteriormente es, por supuesto, "¡absolutamente no!". El comportamiento de los ateos está sujeto a las mismas reglas de sociología, psicología y neurofisiología que rigen el comportamiento de todos los miembros de nuestra especie, incluidos los religiosos. Además, a pesar de las protestas en contra, podemos afirmar como regla general que cuando los religiosos practican un comportamiento ético, no se debe realmente a su miedo al fuego del infierno y a la condenación, ni tampoco a sus esperanzas de alcanzar el cielo. El comportamiento ético -independientemente de quién lo practique- resulta siempre de las mismas causas y está regulado por las mismas fuerzas, y no tiene nada que ver con la presencia o ausencia de creencias religiosas. La naturaleza de estas causas y fuerzas es el tema de este ensayo.

Fundamentos psicobiológicos

Como seres humanos, somos animales sociales. Nuestra socialidad es el resultado de la evolución, no de la elección. La selección natural nos ha dotado de sistemas nerviosos especialmente sensibles al estado emocional de nuestros semejantes. Entre los de nuestra especie, las emociones son contagiosas, y sólo los raros mutantes psicópatas entre nosotros pueden ser felices en medio de una sociedad triste. Está en nuestra naturaleza ser felices en medio de la felicidad, tristes en medio de la tristeza. Está en nuestra naturaleza, afortunadamente, buscar la felicidad para nuestros semejantes al mismo tiempo que la buscamos para nosotros mismos. Nuestra felicidad es mayor cuando es compartida.

La naturaleza también nos ha dotado de sistemas nerviosos que son, en gran medida, grabables [imprintable]. Sin duda, este fenómeno no es tan pronunciado ni tan ineludible como, por ejemplo, en los gansos, en los que un polluelo recién salido del cascarón puede "apegarse" [imprinted] a un tren de juguete y lo seguirá hasta el agotamiento, como si fuera su madre. Sin embargo, los seres humanos muestran cierto grado de impronta [imprint]. El sistema nervioso humano parece conservar su capacidad de impronta hasta una edad avanzada, y es muy probable que el fenómeno conocido como "amor a primera vista" sea una forma de impronta. La impronta es una forma de comportamiento de apego, y nos ayuda a formar fuertes vínculos interpersonales. Es una fuerza importante que nos ayuda a romper la barrera del ego para crear "otros significativos" a los que podemos amar tanto como a nosotros mismos. Estas dos características de nuestro sistema nervioso -la sugestionabilidad emocional y la impronta [imprintability del apego-, aunque son la base de todo comportamiento y arte altruistas, son totalmente compatibles con el egoísmo característico de todos los comportamientos creados por el proceso de selección natural. Es decir, en gran medida los comportamientos que nos satisfacen a nosotros mismos se encontrarán, simultáneamente, con los que satisfacen a nuestros semejantes, y viceversa.

Esto no debería sorprendernos si tenemos en cuenta que entre las sociedades de nuestros primos primates más cercanos, los grandes simios, el comportamiento social no es caótico, ¡aunque los gorilas carezcan de los Diez Mandamientos! El joven chimpancé no necesita un oráculo que le diga que debe honrar a su madre y abstenerse de matar a sus hermanos. Por supuesto, se han observado peleas familiares e incluso asesinatos en las sociedades de los simios, pero estos comportamientos son excepciones, no la norma. Lo mismo ocurre en las sociedades humanas, en todas partes y en todo momento.

Los simios africanos -cuyos genes son entre el noventa y ocho y el noventa y nueve por ciento idénticos a los nuestros- se desenvuelven como animales sociales, cooperando en la vivencia de la vida, completamente sin el beneficio del clero y sin los mandamientos del Éxodo, el Levítico o el Deuteronomio. Es aún más alentador saber que los sociobiólogos han observado incluso un comportamiento altruista entre los grupos de babuinos. En más de una ocasión, en grupos atacados por leopardos, se ha observado que los machos viejos, en edad post-reproductiva, se quedan en la retaguardia del grupo que escapa y se enfrentan al leopardo en lo que suele ser una lucha suicida. Cuando el viejo macho retrasa la persecución del leopardo sacrificando su propia vida, las hembras y las crías escapan y viven para cumplir sus distintos destinos. El heroísmo que vemos representado, de vez en cuando, por nuestros compañeros hombres y mujeres, es mucho más antiguo que sus religiones. Mucho antes de que los dioses fueran creados por las mentes llenas de miedo de nuestros ancestros menos valientes, el heroísmo y los actos de amor abnegado existían. No requerían una excusa sobrenatural entonces, ni la requieren ahora.

Teniendo en cuenta el hecho general de que la evolución nos ha dotado de sistemas nerviosos que favorecen los comportamientos sociales, más que los antisociales, ¿no es cierto, sin embargo, que el comportamiento antisocial existe, y existe en cantidades mayores de las que un eticista razonable encontraría tolerables? Por desgracia, esto es cierto. Pero es cierto en gran medida porque vivimos en mundos mucho más complejos que el mundo paleolítico en el que se originó nuestro sistema nervioso. Para comprender el significado ético de este hecho, debemos hacer una pequeña digresión y revisar la historia evolutiva del comportamiento humano.

Una digresión

Hoy en día, la herencia sólo puede controlar nuestro comportamiento de la forma más general, no puede dictar comportamientos precisos adecuados a circunstancias infinitamente variadas. En nuestro mundo, la herencia necesita ayuda.

En cambio, en el mundo de la mosca de la fruta, los problemas que hay que resolver son pocos y de naturaleza muy predecible. En consecuencia, el cerebro de la mosca de la fruta está en gran medida "cableado" por la herencia. Es decir, la mayoría de los comportamientos son el resultado de la activación ambiental de circuitos nerviosos que se forman automáticamente en el momento de la aparición de la mosca adulta. Este es un ejemplo extremo de lo que se denomina comportamiento instintivo. Cada comportamiento está codificado por uno o varios genes que predisponen al sistema nervioso a desarrollar ciertos tipos de circuitos y no otros, y donde es casi imposible actuar de forma contraria al guión genéticamente predeterminado.

El mundo de un mamífero -por ejemplo, un zorro- es mucho más complejo e imprevisible que el de la mosca de la fruta. Por ello, el zorro nace con sólo una parte de sus circuitos neuronales. Muchas de sus neuronas permanecen "plásticas" durante toda la vida. Es decir, pueden o no conectarse entre sí en circuitos funcionales, dependiendo de las circunstancias ambientales. El comportamiento aprendido es el que resulta de la activación de estos circuitos condicionados por el entorno. El aprendizaje permite al mamífero individual aprender -por ensayo y error- un mayor número de comportamientos adaptativos que los que podría transmitir la herencia. Un zorro estaría lleno de genes si todos sus comportamientos estuvieran especificados genéticamente.

Sin embargo, con la evolución de los humanos, la complejidad del entorno aumentó de forma desproporcionada con respecto a los cambios genéticos y neuronales que nos distinguían de nuestros antepasados simios. Esto se debió en parte a que nuestra especie evolucionó en un periodo geológico de gran flujo climático -la Edad de Hielo- y en parte al hecho de que nuestros propios comportamientos empezaron a cambiar nuestro entorno. A su vez, el entorno modificado creó nuevos problemas que debían resolverse. Sus soluciones cambiaron aún más el entorno, y así sucesivamente. Así, el descubrimiento del fuego condujo a la quema de árboles y bosques, lo que llevó a la destrucción de los suministros locales de agua y de las cuencas hidrográficas, lo que condujo al desarrollo de la arquitectura con la que se construyeron acueductos, lo que condujo a leyes relativas a los derechos del agua, lo que condujo a conflictos internacionales, y así sucesivamente.

Ante tal complejidad, incluso la capacidad de aprender nuevos comportamientos es, por sí misma, inadecuada. Si el ensayo y error fuera el único medio, la mayoría de la gente moriría de vieja antes de conseguir redescubrir el fuego o reinventar la rueda. Como sustituto del instinto y para aumentar la eficacia del aprendizaje, la humanidad desarrolló la cultura. La capacidad de enseñar -así como de aprender- evolucionó, y el aprendizaje por ensayo y error se convirtió en un método de último recurso.

Mediante la transmisión de la cultura -pasar la suma total de los comportamientos aprendidos comunes a una población- podemos hacer lo que la selección genética darwiniana no permitiría: podemos heredar características adquiridas. Una vez inventada la rueda, su fabricación y uso pueden transmitirse de generación en generación. La cultura puede adaptarse al cambio mucho más rápido que los genes, lo que permite dar respuestas muy ajustadas a las perturbaciones y trastornos del entorno. Mediante la transmisión cultural, los comportamientos que han demostrado ser útiles en el pasado pueden enseñarse rápidamente a los jóvenes, de modo que la adaptación a la vida -por ejemplo, en el casquete polar de Groenlandia- puede estar asegurada.

Aun así, la transmisión cultural tiende a ser rígida: ¡se necesitaron más de cien mil años para avanzar hasta que corten ambos lados del hacha de mano! Las mutaciones culturales, al igual que las genéticas, tienden a ser perjudiciales en la mayoría de los casos, y ambas son resistidas, la primera por el conservadurismo cultural, la segunda por la selección natural. Pero los cambios son más rápidos que la tasa de cambio genético, y las culturas evolucionan lentamente. Incluso ese dinosaurio cultural conocido como la Iglesia católica -a pesar de su pretensión de ser la depositaria inmutable de la verdad y el comportamiento "correcto"- ha cambiado mucho desde sus inicios.

Por cierto, es en esta etapa de la evolución del comportamiento en la que la mayoría de las religiones de hoy en día siguen estancadas. Nuestros códigos morales inflexibles y absolutistas también están fijados en esta etapa. Los Diez Mandamientos son la contrapartida moral de la fase de la evolución tecnológica "así es como se frotan los palitos". Si el único tipo de fuego que quieres es uno para calentar tu cueva y cocinar tus almejas, el método de frotar palitos es suficiente. Pero si quieres un fuego para propulsar tu avión a reacción, hay que hacer algunos cambios.

Lo mismo ocurre con la transmisión del comportamiento moral. Si vamos a vivir vidas tan complejas socialmente como los aviones son complejos tecnológicamente, necesitamos algo más que los Diez Mandamientos. No podemos basar nuestro código moral en decretos arbitrarios y caprichosos transmitidos por personas que dicen conocer las intenciones de los habitantes del Sinaí o del Olimpo. Nuestra ética no puede basarse en ficciones sobre la naturaleza de la humanidad ni en informes falsos sobre los deseos de las deidades. Nuestra ética debe estar firmemente plantada en el suelo del autoconocimiento científico. Debe ser mejorable y adaptable.

¿Por dónde empezamos entonces, y con qué?

Volver a la ética

Platón demostró hace tiempo, en su diálogo Eutifrón, que no podemos depender de los dictados morales de una deidad. Platón se preguntaba si los mandatos de un dios eran "buenos" simplemente porque un dios los había ordenado o porque el dios reconocía lo que era bueno y ordenaba la acción en consecuencia. Si algo es bueno simplemente porque un dios lo ha ordenado, cualquier cosa podría considerarse buena. No habría forma de predecir qué es lo que el dios podría desear a continuación, y no tendría ningún sentido afirmar que "Dios es bueno". Golpear a los bebés con piedras sería tan probable que fuera "bueno" como el principio "Ama a tus enemigos". (Parece que la "bondad" del dios del Antiguo Testamento es totalmente de este tipo).

Por otra parte, si los mandamientos de un dios se basan en el conocimiento de la bondad inherente de un acto, nos enfrentamos a la constatación de que existe una norma de bondad independiente del dios y debemos admitir que éste no puede ser la fuente de la moralidad. En nuestra búsqueda del bien, podemos obviar al dios e ir a su fuente.

Dado, pues, que los dioses a priori no pueden ser la fuente de los principios éticos, debemos buscar tales principios en el mundo en el que hemos evolucionado. Debemos encontrar lo sublime en lo mundano. ¿Qué precepto podríamos adoptar?

El principio del "interés propio ilustrado" es una excelente primera aproximación a un principio ético que es a la vez coherente con lo que conocemos de la naturaleza humana y relevante para los problemas de la vida en una sociedad compleja. Examinemos este principio.

En primer lugar, debemos distinguir entre el interés propio "ilustrado" y el "no ilustrado". Tomemos un ejemplo extremo para ilustrarlo. Supongamos que vives una vida totalmente egoísta de gratificación inmediata de cada deseo. Supongamos que cada vez que otra persona tiene algo que tú quieres, lo tomas para ti.

No pasaría mucho tiempo antes de que todo el mundo se levantara en armas contra ti, y tendrías que pasar todas tus horas de vigilia evitando las represalias. Dependiendo de lo escandalosa que haya sido tu actividad, podrías perder la vida en una orgía de venganza vecinal. La vida del interés propio total pero no iluminado puede ser emocionante y agradable mientras dure, pero no es probable que dure mucho.

La persona que practica el interés propio "ilustrado", por el contrario, es la persona cuya estrategia de comportamiento maximiza simultáneamente tanto la intensidad como la duración de la gratificación personal. Una estrategia ilustrada será aquella que, cuando se practique durante un largo periodo de tiempo, genere cantidades y variedades cada vez mayores de placeres y satisfacciones.

¿Cómo se hace esto?

Es evidente que se gana más cooperando con los demás que con actos de egoísmo aislado. Un solo hombre con una piedra no puede matar a un búfalo para la cena. Pero un grupo de hombres o mujeres, con muchas piedras, puede despeñar a la bestia por un acantilado y -incluso después de repartir la carne entre ellos- seguirán teniendo más para comer de lo que habrían tenido sin cooperación.

Pero la cooperación es una calle de doble sentido. Si cooperas con varios otros para matar búfalos y cada vez te alejan de la presa y se la comen ellos mismos, rápidamente te llevarás tus servicios a otra parte y dejarás a los ingratos dando tumbos sin el equivalente paleolítico de un cuarto para el puente. La cooperación implica reciprocidad.

La justicia tiene sus raíces en el problema de determinar la equidad y la reciprocidad en la cooperación. Si coopero contigo en la labranza de tu campo de maíz, ¿qué parte del maíz me corresponde en el momento de la cosecha? Cuando hay justicia, la cooperación funciona con la máxima eficiencia, y los frutos de la cooperación son cada vez más deseables. Por lo tanto, el interés propio ilustrado implica un deseo de justicia. Con justicia y con cooperación, podemos tener sinfonías. Sin eso, no tenemos ni siquiera una canción.

Volvamos al punto de partida de este ensayo. Como tenemos el sistema nervioso de los animales sociales, generalmente somos más felices en compañía de nuestros semejantes que solos. Dado que somos emocionalmente sugestionables, al practicar el interés propio ilustrado, normalmente seremos sabios al elegir comportamientos que hagan a los demás felices y estaremos dispuestos a cooperar y aceptarnos, ya que su felicidad se reflejará en nosotros e intensificará nuestra propia felicidad. Por otro lado, las acciones que perjudican a los demás y los hacen infelices -aunque no desencadenen represalias manifiestas que disminuyan nuestra felicidad- crearán un entorno emocional que, debido a nuestra sugestionabilidad, nos hará menos felices.

Dado que nuestro sistema nervioso es grabable [imprintable], no sólo somos capaces de enamorarnos a primera vista, sino que podemos amar tanto objetos e ideales como personas, y somos capaces de amar con intensidades variables. Al igual que la cría de ganso atraído por el tren de juguete, nos vemos arrastrados por el deseo de amar. Sin embargo, a diferencia del "amor" del ansarón, nuestro amor es en gran medida moldeable por la experiencia y es capaz de ser educado. Un objetivo importante del interés propio ilustrado es, sin duda, dar y recibir amor, tanto sexual como no sexual. Como regla general -aunque no absoluta-, debemos elegir aquellos comportamientos que probablemente nos aporten amor y aceptación, y debemos evitar los que no lo hagan.

Otro objetivo del interés propio ilustrado es buscar la belleza en todas sus formas, para preservar y prolongar su resonancia entre el mundo exterior y el interior. La belleza y el amor no son más que diferentes facetas de la misma joya: el amor es bello, y nosotros amamos la belleza.

La experiencia del amor y la belleza, sin embargo, es una función pasiva de la mente. Cuánto más grande es la alegría que surge de la creación de la belleza. Qué delicioso es ejercer activamente nuestros poderes creativos para engendrar lo que puede ser amado. Las pinturas y los pianos no son necesariamente requisitos previos para el ejercicio de la creatividad: Siempre que transformamos las materias primas de la existencia de tal manera que las dejamos mejor de lo que estaban cuando las encontramos, hemos sido creativos.

La tarea de la educación moral, por tanto, no consiste en inculcar de memoria grandes listas de lo que se debe y no se debe hacer, sino en ayudar a las personas a predecir las consecuencias de las acciones que se consideran. ¿Cuáles son las recompensas e inconvenientes de los actos, tanto a largo plazo como inmediatos? ¿Aumentará o disminuirá un acto las posibilidades de experimentar la tríada hedónica del amor, la belleza y la creatividad?

Así, cuando el ateo aborda el problema de encontrar fundamentos naturales para la moral humana y establecer una base no supersticiosa para el comportamiento, parece que la naturaleza ya ha resuelto el problema en gran medida. De hecho, parece que el problema de establecer una base natural y humanista para el comportamiento ético no es un gran problema en absoluto. Está en nuestra naturaleza desear el amor, buscar la belleza y emocionarnos con el acto de la creación. La complejidad laberíntica que vemos cuando examinamos los códigos morales tradicionales no surge por necesidad: es en gran medida el resultado de los vanos intentos de acomodar las necesidades y la naturaleza humanas a los caprichosos tótems y tabúes de los demonios y deidades que salieron con nosotros de nuestras cavernas a finales del Paleolítico, y que han rondado nuestras casas desde entonces.

 

(Publicado originalmente en inglés como "Ethics Without Gods" en https://www.atheists.org/activism/resources/ethics-without-gods/ Traducción al castellano por DeepL.com revisada por Manuel A. Paz y Miño)

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¿MORAL SIN DIOS?

El Jardín de las Delicias de Hieronymus Bosch representa cientos de figuras eróticas desnudas que llevan o comen frutas, pero también está lleno de referencias a la alquimia, precursora de la química. Las figuras de la derecha están metidas en tubos de cristal típicos de un baño maría, mientras que los dos pájaros simbolizan supuestamente los vapores.


(Foto tomada de ctsn.emory.edu)

Frans de Waal, Doctor en biología de la Universidad de Utrecht, Profesor Emérito de Psicología C. H. Candler en la Universidad de Emory, y Profesor Emérito Distinguido en la Universidad de Utrecht.

Correo-e: dewaal@emory.edu

 

Nací en Den Bosch, la ciudad que lleva el nombre de Hieronymus Bosch [1]. Obviamente, esto no me convierte en un experto en el pintor holandés, pero al haber crecido con su estatua en la plaza del mercado, siempre me han gustado sus imágenes, su simbolismo y cómo se relaciona con el lugar de la humanidad en el universo. Esto sigue siendo relevante hoy en día, ya que el Bosco representa una sociedad bajo una influencia decreciente de Dios.

Su famoso tríptico con figuras desnudas retozando - "El jardín de las delicias" - parece un homenaje a la inocencia paradisíaca. El retablo es demasiado feliz y relajado para encajar en la interpretación de la depravación y el pecado avanzada por los expertos puritanos. Representa a la humanidad libre de culpa y vergüenza antes de la Caída o sin ninguna Caída. Para un primatólogo como yo, la desnudez, las referencias al sexo y a la fertilidad, la abundancia de pájaros y frutas y el desplazamiento en grupo son totalmente familiares y apenas requieren una interpretación religiosa o moral. El Bosco parece haber representado a la humanidad en su estado natural, reservando su visión moralista para el panel derecho del tríptico, en el que castiga, no a los juguetones del panel central, sino a monjes, monjas, glotones, jugadores, guerreros y borrachos.

Cinco siglos más tarde, seguimos inmersos en debates sobre el papel de la religión en la sociedad. Como en la época del Bosco, el tema central es la moral. ¿Podemos concebir un mundo sin Dios? ¿Sería este mundo bueno? No piense ni por un momento que las actuales líneas de batalla entre la biología y el cristianismo fundamentalista giran en torno a la evidencia. Hay que ser bastante inmune a los datos para dudar de la evolución, por lo que los libros y documentales destinados a convencer a los escépticos son una pérdida de esfuerzo. Son útiles para quienes están dispuestos a escuchar, pero no llegan a su público objetivo. El debate es menos sobre la verdad que sobre cómo manejarla. Para los que creen que la moral viene directamente de Dios creador, la aceptación de la evolución abriría un abismo moral.

Nuestro venerado lóbulo frontal

Haciéndose eco de esta opinión, el reverendo Al Sharpton opinó en un reciente debate grabado en vídeo: "Si no hay un orden en el universo, y por tanto algún ser, alguna fuerza que lo ordene, entonces ¿quién determina lo que está bien o mal? No hay nada inmoral si no hay nada al mando". Del mismo modo, he oído a gente hacerse eco del Iván Karamazov de Dostoievski, exclamando que "¡Si no hay Dios, soy libre de violar a mi vecina!"

Tal vez sea sólo yo, pero desconfío de cualquier persona cuyo sistema de creencias sea lo único que se interponga entre ella y un comportamiento repulsivo. ¿Por qué no asumir que nuestra humanidad, incluido el autocontrol necesario para las sociedades llevaderas, está incorporada en nosotros? ¿Alguien cree realmente que nuestros antepasados carecían de normas sociales antes de tener religión? ¿Nunca ayudaron a otros en necesidad o se quejaron de un trato injusto? Los humanos debían preocuparse por el funcionamiento de sus comunidades mucho antes de que surgieran las religiones actuales, es decir, hace sólo unos pocos miles de años. No es que la religión sea irrelevante -ya llegaré a esto-, pero es un complemento y no la fuente de la moral.

En el fondo, los creacionistas se dan cuenta de que nunca ganarán a los argumentos fácticos con la ciencia. Por eso han construido su propio universo científico, conocido como Diseño Inteligente, y se lanzan con avidez a cualquier información que parezca ir en su dirección. Una oportunidad surgió con el asunto Hauser. Un colega de Harvard, Marc Hauser, ha sido acusado de ocho cargos de mala conducta científica, incluyendo la invención de sus propios datos. Desde que Hauser estudió el comportamiento de los primates y escribió sobre la moral, los sitios web cristianos se apresuraron a afirmar que "todo lo que le queda a la gente como Hauser son proposiciones sin fundamento que se contradicen con milenios de experiencia humana" (Chuck Colson, 8 de septiembre de 2010). Un importante periódico se preguntaba "¿Sería tan malo que el Hausergate diera lugar a cierta humildad intelectual entre los nuevos científicos de la moral?" (Eric Felten, 27 de agosto de 2010). Incluso un lingüista no pudo resistirse a esta ocasión para reafirmar la brecha entre el ser humano y el animal advirtiendo contra los "ingenuos presupuestos evolutivos".

Sin embargo, se trata de batallas de retaguardia. Que los creacionistas se lancen a este escándalo científico o que los lingüistas y psicólogos sigan vendiendo el excepcionalismo humano no importa realmente. El fraude se ha producido en muchos campos de la ciencia, desde la epidemiología hasta la física, todos los cuales siguen existiendo. En el campo de la cognición, la marcha hacia la continuidad entre lo humano y lo animal ha sido inexorable: un caso de mala conducta no cambiará las cosas. Es cierto que a la humanidad nunca se le acaban las reivindicaciones de lo que la distingue, pero es raro que una reivindicación de singularidad se mantenga durante más de una década. Por eso ya no se oye decir que sólo los humanos fabrican herramientas, imitan, piensan con antelación, tienen cultura, son conscientes de sí mismos o adoptan el punto de vista de otros.

Si consideramos nuestra especie sin dejarnos cegar por los avances técnicos de los últimos milenios, vemos una criatura de carne y hueso con un cerebro que, aunque es tres veces mayor que el de un chimpancé, no contiene ninguna parte nueva. Incluso nuestro cacareado córtex prefrontal resulta ser de tamaño típico: las técnicas recientes de recuento de neuronas clasifican el cerebro humano como un cerebro de mono a escala lineal [2]. Nadie duda de la superioridad de nuestro intelecto, pero no tenemos deseos o necesidades básicas que no estén también presentes en nuestros parientes cercanos. Me relaciono a diario con monos y simios, que al igual que nosotros luchan por el poder, disfrutan del sexo, quieren seguridad y afecto, matan por el territorio y valoran la confianza y la cooperación. Sí, usamos teléfonos móviles y pilotamos aviones, pero nuestra estructura psicológica sigue siendo la de un primate social. Incluso las posturas y los acuerdos entre los machos alfa de Washington no son nada fuera de lo común.

El placer de dar

Charles Darwin se interesó por la forma en que la moral encaja en el continuo humano-animal, proponiendo en "La descendencia del hombre": "Cualquier animal, dotado de instintos sociales bien marcados... adquiriría inevitablemente un sentido moral o conciencia, tan pronto como sus poderes intelectuales estuvieran tan bien desarrollados... como en el hombre".

Por desgracia, los divulgadores modernos se han desviado de estas ideas. Como Robert Wright en The Moral Animal [El animal moral], argumentan que las verdaderas tendencias morales no pueden existir -no en los humanos y menos aún en otros animales- ya que la naturaleza es cien por ciento egoísta. La moral no es más que un fino barniz sobre un caldero de tendencias desagradables. Llamando a esta posición "Teoría del barniz " (similar a Peter Railton "camuflaje moral"), la he combatido desde mi libro de 1996 Good Natured [Bondadoso]. En lugar de culpar de los comportamientos atroces a nuestra biología ("¡actuamos como animales!"), mientras reivindicamos nuestros nobles rasgos para nosotros mismos, ¿por qué no considerar todo el conjunto como un producto de la evolución? Afortunadamente, ha resurgido la opinión darwiniana de que la moral surgió de los instintos sociales. Los psicólogos destacan la forma intuitiva en que llegamos a los juicios morales mientras se activan las áreas emocionales del cerebro, y los economistas y antropólogos han demostrado que la humanidad es mucho más cooperativa, altruista y justa de lo que predicen los modelos de interés propio. Asimismo, los últimos experimentos en primatología revelan que nuestros parientes cercanos se hacen favores mutuamente aunque no haya nada para ellos.

Mantener una sociedad pacífica es una de las tendencias subyacentes a la moral humana que compartimos con otros primates, como los chimpancés. Tras una pelea entre dos machos adultos, uno ofrece la mano abierta a su adversario. Cuando el otro acepta la invitación, ambos se besan y se abrazan.

Los chimpancés y los bonobos se muestran dispuestos a abrir una puerta para ofrecer a un compañero el acceso a la comida, aunque pierdan parte de ella en el proceso. Y los monos capuchinos están dispuestos a buscar recompensas para otros, como cuando colocamos a dos de ellos uno al lado del otro, mientras uno de ellos hace un trueque con nosotros con fichas de distinto color. Una ficha es "egoísta" y la otra "prosocial". Si el mono que hace el trueque elige la ficha egoísta, recibe un pequeño trozo de manzana por devolverla, pero su compañero no recibe nada. La ficha prosocial, en cambio, recompensa a ambos monos. La mayoría de los monos desarrollan una preferencia abrumadora por la ficha prosocial, preferencia que no se debe al miedo a las repercusiones, porque los monos dominantes (que tienen menos que temer) son los más generosos.

Aunque el comportamiento altruista evolucionó por las ventajas que confiere, esto no lo convierte en una motivación egoísta. Los beneficios futuros rara vez figuran en la mente de los animales. Por ejemplo, los animales practican el sexo sin conocer sus consecuencias reproductivas, e incluso los humanos tuvieron que desarrollar la píldora del día después. Esto se debe a que la motivación sexual no se preocupa de la razón de ser del sexo. Lo mismo ocurre con el impulso altruista, que no se preocupa de las consecuencias evolutivas. Es esta desconexión entre la evolución y la motivación lo que desconcertó a los teóricos de la chapa, y les hizo reducir todo al egoísmo. La línea más citada de su sombría literatura lo dice todo: "Rasca a un 'altruista' y mira cómo sangra un 'hipócrita'"[3].

No sólo los seres humanos son capaces de un altruismo genuino; otros animales también lo son. Lo veo todos los días. Una vieja hembra, Peony, pasa sus días al aire libre con otros chimpancés en la Estación de Campo del Centro de Primates Yerkes. En los días malos, cuando su artritis se agudiza, tiene problemas para caminar y trepar, pero otras hembras la ayudan. Por ejemplo, Peony está resoplando para subir a la estructura de escalada en la que se han reunido varios simios para una sesión de aseo. Una hembra más joven no relacionada con ella se mueve detrás de ella, colocando ambas manos en su amplio trasero y la empuja hacia arriba con bastante esfuerzo, hasta que Peony se ha unido al resto.

También hemos visto a Peony levantarse y acercarse lentamente a la espita de agua, que está a bastante distancia. Las hembras más jóvenes a veces corren delante de ella, toman un poco de agua y luego vuelven a Peony y se la dan. Al principio, no teníamos ni idea de lo que estaba pasando, ya que todo lo que veíamos era a una hembra acercando su boca a la de Peony, pero después de un tiempo el patrón se hizo claro: Peony abría la boca de par en par, y la hembra más joven escupía un chorro de agua en ella.

Un chimpancé joven reacciona ante un macho adulto gritón a la derecha, que ha perdido una pelea, ofreciéndole un abrazo tranquilizador en una aparente expresión de empatía.


Tales observaciones encajan en el emergente campo de la empatía animal, que se ocupa no sólo de los primates, sino también de los caninos, los elefantes, incluso roedores. Un ejemplo típico es la forma en que los chimpancés consuelan a las personas angustiadas, abrazándolas y besándolas, un comportamiento tan predecible que los científicos han analizado miles de casos. Los mamíferos son sensibles a las emociones de los demás, y reaccionan cuando los necesitan. La razón por la que la gente llena sus casas de carnívoros peludos y no de, por ejemplo, iguanas y tortugas, es porque los mamíferos ofrecen algo que ningún reptil podrá ofrecer. Dan afecto, quieren afecto y responden a nuestras emociones como nosotros lo hacemos con las suyas.

Los mamíferos pueden obtener placer al ayudar a otros de la misma manera que los humanos se sienten bien haciendo el bien. La naturaleza suele dotar a los elementos esenciales de la vida -el sexo, la alimentación, la lactancia- de una gratificación incorporada. Un estudio descubrió que los centros del placer en el cerebro humano se iluminan cuando damos a la caridad. Por supuesto, esto no es razón para llamar a este comportamiento "egoísta", ya que haría que la palabra careciera totalmente de sentido. Un individuo egoísta no tiene problemas para alejarse de otro que lo necesita. Alguien se ahoga: deja que se ahogue. Alguien llora: déjale llorar. Estas son reacciones verdaderamente egoístas, que son muy diferentes de las empáticas. Sí, experimentamos un "resplandor cálido", y tal vez otros animales también, pero como este resplandor nos llega a través del otro, y sólo a través del otro, la ayuda está genuinamente orientada al otro.

Moralidad ascendente

Hace unos años, Sarah Brosnan y yo demostramos que los primates realizarán gustosamente una tarea para conseguir rodajas de pepino hasta que vean que otros consiguen uvas, que saben mucho mejor. Los comedores de pepinos se agitan, tiran sus míseras verduras y se ponen en huelga. Un alimento perfectamente bueno se ha vuelto desagradable al ver a un compañero con algo mejor.

Lo llamamos aversión a la falta de equidad, un tema que ya se ha investigado en otros animales, incluidos los perros. Un perro realizará repetidamente un truco sin recompensa, pero se negará en cuanto otro perro reciba trozos de salchicha por el mismo truco. Sin embargo, hace poco Sarah informó de un giro inesperado en el tema de la desigualdad. Mientras probaba parejas de chimpancés, descubrió que también el que recibe el mejor trato se niega ocasionalmente. Es como si sólo estuvieran satisfechos si ambos reciben lo mismo. Parece que nos acercamos a un sentido de la equidad.

Estas conclusiones tienen implicaciones para la moral humana. Según la mayoría de los filósofos, razonamos nosotros mismos hacia una posición moral. Aunque no invoquemos a Dios, sigue siendo un proceso descendente en el que formulamos los principios y luego los imponemos a la conducta humana. Pero, ¿sería realista pedir a la gente que sea considerada con los demás si no tuviéramos ya una inclinación natural a serlo? ¿Tendría sentido apelar a la equidad y la justicia si no existieran reacciones poderosas ante su ausencia? Imaginemos la carga cognitiva que supondría que cada decisión que tomáramos tuviera que ser contrastada con principios heredados. En cambio, creo firmemente en la posición humeana de que la razón es esclava de las pasiones. Empezamos con sentimientos e intuiciones morales, que es también donde encontramos la mayor continuidad con otros primates. En lugar de haber desarrollado la moralidad desde cero, recibimos una gran ayuda de nuestros antecedentes como animales sociales.

Al mismo tiempo, sin embargo, me resisto a llamar a un chimpancé "ser moral". Esto se debe a que los sentimientos no son suficientes. Nos esforzamos por tener un sistema lógicamente coherente, y tenemos debates sobre cómo la pena de muerte se ajusta a los argumentos sobre la santidad de la vida, o si una orientación sexual no elegida puede ser incorrecta. Estos debates son exclusivamente humanos. No tenemos pruebas de que otros animales juzguen la conveniencia de acciones que no les afectan a ellos mismos. El gran pionero de la investigación sobre la moral, el finlandés Edward Westermarck explicó lo que hace que las emociones morales sean especiales: "Las emociones morales están desconectadas de la situación inmediata de uno: tratan el bien y el mal a un nivel más abstracto y desinteresado". Esto es lo que distingue a la moral humana: un movimiento hacia normas universales combinado con un elaborado sistema de justificación, control y castigo.

En este punto entra la religión. Pensemos en el apoyo narrativo a la compasión, como la parábola del buen samaritano, o en el desafío a la equidad, como la parábola de los obreros de la viña, con su famosa conclusión: "Los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos". Añádase a esto una afición casi skinneriana por la recompensa y el castigo -desde las vírgenes que se encontrarán en el cielo hasta el fuego del infierno que espera a los pecadores- y la explotación de nuestro deseo de ser "loables", como lo llamaba Adam Smith. Los humanos somos tan sensibles a la opinión pública que sólo necesitamos ver una imagen de dos ojos pegados a la pared para responder con un buen comportamiento, lo que explica la imagen en algunas religiones de un ojo que todo lo ve para simbolizar un Dios omnisciente.

 

El dilema ateo

En los últimos años, nos hemos acostumbrado a un ateísmo estridente que sostiene que Dios no es grande (Christopher Hitchens) o es un engaño (Richard Dawkins). Los nuevos ateos se autodenominan "brillantes", insinuando así que los creyentes no son tan brillantes. Instan a confiar en la ciencia y quieren enraizar la ética en una visión naturalista del mundo.

Aunque considero que las instituciones religiosas y sus representantes -papas, obispos, megapredicadores, ayatolás y rabinos- son susceptibles de ser criticados, ¿qué bien puede hacer el insulto a los individuos que encuentran valor en la religión? Y, lo que es más pertinente, ¿qué alternativa puede ofrecer la ciencia? La ciencia no está en el negocio de señalar el significado de la vida y mucho menos de decirnos cómo vivir nuestras vidas. A los científicos se nos da bien averiguar por qué las cosas son como son, o cómo funcionan, y creo que la biología puede ayudarnos a entender qué clase de animales somos y por qué nuestra moralidad es como es. Pero pasar de ahí a ofrecer una orientación moral parece una exageración.

Incluso el ateo más acérrimo que crezca en la sociedad occidental no puede evitar haber absorbido los principios básicos de la moral cristiana. Nuestras sociedades están impregnadas de ella: todo lo que hemos logrado a lo largo de los siglos, incluso la ciencia, se desarrolló de la mano o en oposición a la religión, pero nunca por separado. Es imposible saber cómo sería la moral sin la religión. Sería necesario visitar una cultura humana que no sea ni haya sido nunca religiosa. El hecho de que tales culturas no existan debería hacernos reflexionar.

El Bosco luchó con la misma cuestión -no con ser ateo, que no era una opción- sino con el lugar de la ciencia en la sociedad. Las figuritas de sus cuadros con embudos invertidos en la cabeza o las construcciones en forma de matraces, botellas de destilación y hornos hacen referencia a los aparatos químicos [4]. La alquimia ganaba terreno, pero estaba mezclada con el ocultismo y llena de charlatanes y curanderos, que el Bosco representaba con gran humor ante el público crédulo. La alquimia se convirtió en ciencia cuando se liberó de estas influencias y desarrolló procedimientos de autocorrección para hacer frente a los datos defectuosos o fabricados. Pero la contribución de la ciencia a una sociedad moral, si es que hay alguna, sigue siendo una incógnita.

Otros primates no tienen, por supuesto, ninguno de estos problemas, pero incluso ellos se esfuerzan por lograr un cierto tipo de sociedad. Por ejemplo, se ha visto que las hembras de los chimpancés arrastran a los machos reticentes hacia ellos para que se reconcilien después de una pelea, quitándoles las armas de las manos, y los machos de alto rango actúan regularmente como árbitros imparciales para resolver las disputas en la comunidad. Considero que estos indicios de preocupación comunitaria son una señal más de que los cimientos de la moralidad son más antiguos que la humanidad, y que no necesitamos a Dios para explicar cómo hemos llegado hasta aquí. Por otro lado, ¿qué pasaría si pudiéramos extirpar la religión de la sociedad? Dudo que la ciencia y la visión naturalista del mundo pudieran llenar el vacío y convertirse en una inspiración para el bien. Cualquier marco que desarrollemos para defender una determinada perspectiva moral está destinado a producir su propia lista de principios, sus propios profetas, y a atraer a sus propios seguidores devotos, de modo que pronto se parecerá a cualquier religión antigua.

Notas

[1] También conocida como s'Hertogenbosch, es una capital de provincia del siglo XII en el sur católico de los Países Bajos. El Bosco vivió desde aproximadamente 1450 hasta 1516.

[2] Herculano-Houzel, Suzana (2009). The human brain in numbers: A linearly scaled-up primate brain [El cerebro humano en números: Un cerebro de primate a escala lineal]. Frontiers in Human Neuroscience 3: 1-11.

[3] Ghiselin, Michael (1974). The Economy of Nature and the Evolution of Sex [La economía de la naturaleza y la evolución del sexo]. Berkeley, CA: University of California Press.

[4] Dixon, Laurinda (2003). Bosch[El Bosco]. Londres: Phaidon.

(Publicado originalmente en inglés como "Morals Without God? " en octubre 17, 2010 en:
https://archive.nytimes.com/opinionator.blogs.nytimes.com/2010/10/17/morals-without-god/
Traducción de DeepL revisada por Manuel A. Paz y Miño)


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