viernes, 13 de septiembre de 2024

Sobre la naturaleza del dios bíblico


Dante Bobadilla Ramírez, Doctor en Psicología por la Universidad de San Martín de Porres.
Correo-e: dantebobadilla@aol.com




(Foto del Facebook)


¿Cómo podemos conocer a Dios? Esta es una típica pregunta que hacen los curas en la iglesia. Pero también nosotros deberíamos formularla. ¿Es posible conocer a Dios? ¿Será la ciencia el camino que conduce a descubrir su naturaleza? Esto es lo que trataremos de abordar en las siguientes líneas.

Hace relativamente poco tiempo empezó a instalarse cierta duda razonable acerca de la existencia del dios bíblico. Es difícil señalar una fecha -o incluso un período histórico definido- cuando empezó a surgir esta duda acerca el dios de los hebreos. Es el mismo dios que -a través del cristianismo- se esparció por todo Occidente desde que el Imperio Romano adoptó la fe cristiana en las postrimerías de su decadencia, a inicios del siglo IV. Subrayo que es el dios de los hebreos no solo porque lo es, sino para recordar que en los tiempos antiguos cada pueblo tenía sus propios dioses. De modo que este dios bíblico era solo uno más entre muchos otros, por lo que no deja de ser anecdótico que ese dios en particular se haya difundido por casi todo el planeta, debido a la labor fanática de los cristianos, pero también por la ventaja de contar con un gran texto narrativo como la Biblia, que ha ejercido un poderoso encanto en muchas mentes durante siglos.

Habría que mencionar además el poder, la administración y los dominios que el imperio romano le legó a la iglesia católica. El hecho es que, mediante una suma de circunstancias, la creencia en el dios de los hebreos fue extendiéndose junto a la fe en Cristo como hijo de ese dios. Mucho después, entre los siglos XIII y XIV, el poder de la iglesia romana empezó a ser cuestionado junto con sus dogmas y proceder. Debilitado el poder y la influencia de Roma, hubo intentos de buscar el conocimiento de Dios por otros medios ajenos a la iglesia, lo que llegó a interpretarse como herejía, aunque no se puso en cuestión la existencia de Dios. Ese fue el paso inicial para el conocimiento científico que empezó a cultivarse dentro de los monasterios y en universidades a cargo de monjes y teólogos.

Así se inició una etapa novedosa que consistió en la búsqueda del saber a través del método científico: observar, investigar, experimentar y reflexionar. Por primera vez el conocimiento empezó a surgir desde la realidad y no desde las narrativas bíblicas o de las revelaciones divinas de los santos y papas. Se podía conocer el mundo y el cosmos de primera mano, entenderlo sin recurrir a mitos, solo a partir de la mera observación minuciosa. El camino fue largo y escabroso, además de peligroso, pero se transitó lentamente con uno que otro mártir del saber quemado por la iglesia.

Al principio eran los mismos teólogos o monjes (el oficio predominante de la época, fuera del ejército) quienes hacían descubrimientos inesperados gracias a su constancia en la observación y registro, así como a su habilidad para la experimentación o para las matemáticas. No obstante, los primeros conocimientos científicos no supusieron ningún cambio de paradigma en el pensamiento humano, pues se asumieron dentro del marco conceptual religioso o -para decirlo mejor- dentro de la cosmovisión religiosa imperante en la cultura. De este modo, las leyes científicas descubiertas terminaron vistas como las “leyes de Dios” o la forma en que Dios había hecho el mundo.

El primero en remecer el andamiaje de la religión como concepción del mundo fue Galileo, quien se atrevió a afirmar que la Tierra no era el centro del universo, que era la Tierra la que giraba alrededor del Sol y no al revés, y que no todos los astros giran alrededor del Sol. Con esto Galileo se ganó muchos enemigos, dentro y fuera de la Iglesia. Ya conocemos la historia de Galileo: al final se retractó de sus ideas para salvar su vida. ¿Quién se lo puede reprochar? Pero su importancia radica no solo en el hecho de que estuvo en lo cierto, sino que podía demostrar sus afirmaciones y retar a cualquiera a que lo comprobase por sí mismo. Esto sí que fue verdaderamente revolucionario. Por primera vez el conocimiento no procedía de la mera reflexión, la deducción especulativa ni la revelación divina. Ahora el conocimiento era comprobable, se sustentaba en la realidad y en los hechos observables y medibles. Había nacido la ciencia como una nueva forma de conocer la realidad.

Un siglo después Isaac Newton, teólogo fanático de la Biblia, con prodigiosa capacidad matemática, pudo establecer las leyes de la gravitación universal. Pero esto tampoco logró cambiar la cosmovisión religiosa. Tuvimos que esperar hasta mediados del siglo XIX, para que Charles Darwin le diera un duro golpe a la arrogancia de la humanidad que -por enseñanzas bíblicas- se creía una criatura especial, hecha a imagen y semejanza de Dios. Darwin reveló que los humanos y los chimpancés descendíamos de antepasados comunes y que habíamos evolucionado en el tiempo. Afortunadamente ya no eran épocas en que la iglesia católica podía quemar herejes y hasta había perdido influencia en Inglaterra. Sin embargo, Darwin fue objeto de mofa y burla por parte de la feligresía cristiana durante todo el siguiente siglo. Todavía hoy la teoría de la evolución sigue siendo rechazada por buena parte de los cristianos. Aunque tarde, la iglesia católica admitió la veracidad de la teoría de la evolución, no sin insistir en que esa fue la manera de proceder de Dios. Es decir, aun se planteaba la posibilidad de conciliar la ciencia con la fe. Todavía hoy se insiste en esta postura conciliadora. Pese a que la ciencia se abría paso descubriendo los orígenes del cosmos, el mundo y la vida, nadie descartaba a Dios.

Está claro pues que la ciencia se incorporó en la cosmovisión religiosa del mundo. A tal punto que la idea de un universo perfecto, con los astros girando en un carrusel cósmico en total armonía, seguía siendo predominante incluso en la ciencia hasta mediados del siglo pasado. Einstein tampoco pudo escapar a esa influencia penetrante de la cosmovisión religiosa sobre el “orden perfecto del universo”, y rechazó la posibilidad del azar con una famosa frase: “Dios no juega a los dados con el universo”. Incluso en nuestros días sigue siendo muy común ver personas instruida rechazando la posibilidad del azar. El pensamiento humano se ha impregnado tan profundamente de la idea religiosa de “ni una sola hoja de un árbol se mueve si no es por la voluntad de Dios” que no se concibe que algo pueda surgir por mero azar, es decir, como resultado de un proceso (o secuencia de procesos) en el que antecedentes y consecuentes no están vinculados por una ley que los haga inevitables. Esto significa que, si retrocedemos en el tiempo y echamos todo a andar nuevamente, el resultado será, sin ninguna duda, completamente diferente. Dicho de otro modo: no hay razón necesaria para que la realidad sea como lo es en la actualidad. Pero al eliminar el azar como factor, la ciencia era tan solo una colección de leyes y de sucesos que no hacían más que revelar la voluntad de Dios y su proceder. ¿Podíamos llegar a conocer a Dios por ese camino? La iglesia sentencia rotundamente que no, que mediante la ciencia solo llegaríamos a conocer mejor la obra de Dios.

Es muy difícil escapar del campo gravitatorio de la religión. Todo en nuestra cultura gira en torno a la idea de un dios creador todopoderoso y a su voluntad, por más que esta idea resulte ridícula e infantil en estos tiempos. ¿Cómo entonces podemos escapar a esta condición teocéntrica? ¿Cuál es la ruta de escape? De hecho, no es la ciencia, como pudieran creer algunos. Ya vimos cómo la ciencia ha sido incorporada por entero a la cosmovisión religiosa y hasta se ha supeditado a la cultura. Dejemos de lado a los enemigos religiosos de la ciencia y a los que promueven la “ciencia apologética” que pretende confirmar la existencia de Dios mediante el método científico. No hacen falta. Son solo charlatanes de la fe. La ciencia por sí sola ya tiene el gran inconveniente de ser poco accesible para las grandes mayorías y permanecer maniatada en la cosmovisión religiosa de la cultura cristiana. Peor aún: en estos días incluso la novedosa cultura woke la pone en entredicho para sobreponer su ideología. En estas condiciones, la ciencia no es suficiente para descartar la existencia del dios bíblico.

La Física -la reina de las ciencias- no es la que nos llevará a liberarnos del dios bíblico por mucho que avance en la comprensión del universo y de la realidad exterior al ser humano. Hoy tenemos una tecnología de observación del cosmos que Galileo jamás hubiera podido imaginar. Hay toda clase de telescopios sobre la superficie de la Tierra y en el espacio exterior escrutando los últimos confines del universo, pero nada de eso hace retroceder la idea persistente de un dios creador. Una muestra de ello es el bosón de Higgs, una partícula que podría ser la generadora primordial de la materia, pero que fue bautizada por los medios como “la partícula de Dios”. Estamos pues inmersos en creencias de fe. ¿Cuál es entonces el camino de escapatoria y liberación?

La Física se ocupa del mundo real, del mundo en el que existe el ser humano, pero ese no es el mundo de los seres humanos. Es por eso que la Física nunca hallará a ningún dios y tampoco puede refutar la existencia de Dios desde sus métodos y escenarios de estudio, ya que Dios pertenece al mundo de los seres humanos, es decir, al mundo creado por la cultura. Dios está en nuestras mentes. Y ese no es el campo de la Física. Los seres humanos somos la única especie capaz de generar su propio mundo en un ecosistema especial que llamamos cultura, es decir, una red cognitiva colectiva conectada mediante diferentes sistemas de señales que le permite a los humanos vivir en su propia realidad. Es allí donde existen los dioses, los héroes, los ángeles, la patria, el Derecho, la moral, el arte, la dignidad, la literatura y todo lo que conocemos como parte de nuestro mundo, incluyendo a las religiones con toda su mitología, teología, cultos y dogmas. Es un mundo al que la Física no tiene acceso y del que no puede ocuparse porque se desarrolla en nuestras mentes. Ocurre gracias a una herramienta fabulosa que se llama conciencia, una especie de escenario virtual en donde el cerebro construye nuestra realidad a partir básicamente de información lingüística existente en nuestra cultura. De hecho, podemos concebir la cultura como un gran escenario de realidad virtual que solo pervive en las mentes y que les permite a los humanos desenvolverse como humanos. El mundo en el que viven los humanos es la cultura, y lo es antes que el mundo físico real. Los objetos del mundo real se transfiguran en el mundo humano adoptando características otorgadas por la cultura. De este modo un par de maderos cruzados puede ser una cruz, una piedra resulta ser sagrada, un color simboliza peligro, una paloma representa la paz, etc. Es un mundo subjetivo, aun cuando referencie a la realidad física.

Pongamos un ejemplo que todos pueden entender: imaginemos que los seres humanos vivimos con un casco de realidad virtual puesto en la cabeza y que nos movemos dentro de esa realidad virtual, la cual vemos a través del visor del casco. Eso es muy parecido a lo que nos ocurre: tenemos una realidad virtual construida en nuestra mente con todos los recursos tomados de nuestra cultura, que en esencia es información verbal. En esa realidad virtual existimos como humanos. Podríamos incluso afirmar que cada uno construye su propia realidad virtual, y que si estos coinciden es porque pertenecemos al mismo ecosistema cultural. De lo contrario ocurre el choque de culturas.

Entonces surge una pregunta capital: ¿a qué mundo pertenece el dios de los humanos? ¿Pertenece al mundo físico real estudiado por la Física o al mundo virtual generado por nuestra mente? ¿Es ese dios bíblico una realidad del mundo físico o es un mero personaje literario creado mediante la fantasía, y preservado a través de tradiciones orales y escritas a lo largo de siglos? ¿En qué escenario suelen darse las experiencias místicas? ¿Cómo aprenden los creyentes sobre su dios? Evidentemente, ese dios del que hablamos pertenece únicamente al mundo humano y a una cultura en particular, solo pervive en las mentes de quienes creen en él y en la literatura de cierta cultura llamada judeo-cristiana, pues no existe en otros pueblos de cultura diferente. A ese dios bíblico se le entiende y se le conoce solo a partir de los textos que hablan de él y de las prédicas que lo mencionan.

Es un error y un contrasentido trasladar a ese personaje mítico al mundo real y pretender además que sea un ente ajeno a las leyes de la Física. Asimismo, es un error muy común confundir el escenario cultural con el mundo real. Naturalmente, para las personas resulta difícil establecer esa diferencia ya que asumen todo lo que hay en su mente como parte del mundo real. No son conscientes de que su realidad es solo una construcción virtual en su mente. Escuchan una voz o una música y asumen que son elementos existentes en el mundo real. ¿Pero acaso la música o las voces existen fuera de nuestras mentes? Claro que no. En el mundo real solo hay vibraciones de partículas de aire. Las voces y la música solo están en nuestra mente, como muchas otras cosas. El lenguaje, el idioma, los colores y todo lo que hay en nuestra realidad virtual existen solo en las mentes de las personas, incluyendo -por supuesto- las creencias religiosas con sus seres divinos. Algunos son elementos propios de la mente y otros son componentes culturales. Pero todo es parte de nuestra realidad virtual.

Diferenciar los escenarios en que interactúan los humanos como seres cognitivos y culturales que se desenvuelven en un mundo físico, permite reconocer a qué estamento pertenece el dios bíblico y, por tanto, establecer su verdadera naturaleza. Incluso su origen como dios de los hebreos y -por extensión- de los cristianos. Se trata pues de una creación cultural, y sus orígenes pueden rastrearse gracias a la mitología, la antropología cultural, la historia y la psicología. Comprendemos, sin embargo, que hay una serie de preguntas fundamentales que acosan a los seres humanos por su propia naturaleza de seres cognitivos. Por ejemplo, necesitan entender su circunstancia, establecer un marco de referencia, contar con una cosmovisión básica que oriente su discurrir cognitivo, es decir, su pensamiento. Y lo necesitan pronto. En la primera infancia. De lo contrario sobrevendría un caos mental. Esperar que la ciencia les otorgue todo eso sería iluso. Es a partir de las primeras instrucciones, sus cuentos, mitos, leyendas, narrativas y creencias simples que pueden ubicar rápidamente sus marcos de referencia culturales. El mito es una especie de primer sistema operativo rudimentario que le permite a la mente instalar el resto de sus aplicaciones cognitivas específicas para desenvolverse en un mundo cultural estructurado por ideas y creencias. En tal sentido, la Biblia y el dios bíblico han resultado ser elementos muy eficientes para enlazar a las personas en una red cognitiva cultural, a partir de lo cual buena parte de la humanidad pudo entonces desarrollar una civilización compleja.

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