A través de la historia de la humanidad podemos observar por casi todo el planeta manifestaciones culturales de la creencia en seres sobrenaturales o dioses poderosos manejadores de las potencias de la naturaleza, del aire, la tierra y el agua, para bendición o maldición de los hombres. Por su bendición, alrededor del planeta, los seres humanos teníamos --y tenemos aún para muchos-- abundancia de lluvia, sol, comida, prosperidad y paz, y por su maldición, sequías, ciclones, tormentas, terremotos, inundaciones, enfermedades, guerras y muerte.
Gracias a esta supuesta y creída voluntad e
intervención de los dioses, los pueblos eran gobernados incluso por sus hijos,
reyes divinos pero mortales con poder absoluto sobre la vida y la muerte de sus
súbditos, aquí y alrededor del globo. Pero también se supuso que los dioses
enviaban de cuando en cuando a sus escogidos o profetas para que iluminen con
su luz sabia y saquen de la oscuridad tenebrosa a la humanidad.
Pues si no fuera por los dioses, ¿cómo
hubieran explicado nuestros ancestros más remotos el funcionamiento de la
naturaleza y la sociedad, el día y la noche, las estaciones, la buena o
malaventura? Sin la presunta misericordia divina, ¿qué guía tendrían los
hombres para llegar a la divinidad, conocer su voluntad y adorarla? ¿Qué
esperanza tendrían ante las injusticias y maldades vividas en este mundo
temporal y pasajero?
Tales dioses fueron simplemente creados en
los albores de nuestra especie como una proyección física y psicológica de
nosotros mismos puesto que los primeros seres humanos no tenían otra cosa que
su imaginación y, a la vez, su capacidad de relacionar unas cosas con otras,
causas y efectos. Entonces si salía el sol, comenzaba a llover, tronar o
moverse las tierras o las aguas, alguien –no algo—ocasionaba todo eso según su
voluntad o capricho. Ese alguien era el dios del sol, la lluvia, el trueno, la
tierra o el mar.
Si algún fenómeno natural privaba a la
gente de agua y la subsecuente carencia de alimentos entonces había que
suplicarle y realizar toda clase de sacrificios a la respectiva divinidad para
que retornen las lluvias. Si alguien enfermaba no bastaba con tratar de curarlo
con hierbas, había que pedir la gracia al dios de la medicina. Si alguien moría
había que suplicarles a los dioses que lo reciban con bien y le perdonen sus
maldades en esta vida. Si un ejército enemigo se acercaba para robar, saquear y
matar se tenía que pedir la ayuda al dios de la guerra para vencerlo.
Si los dioses tenían voluntad y hacían
cosas como nosotros, también tenían que tener existencia, conocimiento,
sentimientos y ocupan espacio como nosotros, aunque con la diferencia de que si
los humanos vivimos un tiempo en este mundo, los dioses lo hacen por siempre
jamás en el suyo, si conocemos algunas cosas, ellos lo saben todo, si solo
podemos estar en un lugar determinado, ellos pueden estar en todas partes, si
amamos (u odiamos) un poco a algunos cuantos, ellos tienen un amor (u odio) inacabable
por toda la humanidad. Es decir, los dioses simplemente son seres humanos
elevados al infinito.
Por lo tanto, todas las representaciones de
los dioses encontrados en las culturas diversas en los cinco continentes son
producto de la ignorancia humana de cómo funcionaba el mundo, el temor a las
fuerzas de la naturaleza, las enfermedades, los enemigos y la muerte, y la necesidad
de sobrevivir día con día.
Pero, ¿acaso importa si existen o no uno o
más dioses? Al parecer no si uno observa la historia natural del mundo y la
historia social de la humanidad. Haya o no seres divinos la inevitable
evolución violenta de la tierra y nuestra especie se dio y seguirá dándose. Los
desastres naturales no se han podido ni se pueden evitar, y las catástrofes causadas
por el hombre seguirán dándose hasta que exista sobre la faz de la tierra.
Sabemos que los cambios climáticos globales son cíclicos aunque al parecer se
han acelerado por la industria avariciosa, depredadora y contaminante.
Siempre los peces pequeños son comidos por
los de mayor tamaño. Los grandes felinos comen mamíferos chicos o más grandes
con la ayuda de otros. Hay algunos seres humanos que se complacen o son
indiferentes al sufrimiento ajeno hasta el punto de masacrar a millones. Si
algún dios creador supuestamente bueno y poderoso existe, aparentemente no le
interesa su creación y por eso no interviene en ella. O, simplemente, ¿es un
misterio que nunca podremos resolver?
Y si, en definitiva, no hay ningún dios, ¿todo
vale? ¿No hay valores o un patrón moral absoluto que nos diga qué es bueno o
malo? Evidentemente, todo no vale: somos seres sociales y como tales las cosas
que hagamos a los demás tendrán sus consecuencias, buenas o malas. No podemos
hacer lo que se nos dé la gane sin que no haya reacción por parte de la
sociedad, así hayamos hecho alguna maldad de forma oculta, cobarde y astuta.
Como seres biológicos evolucionados nos
podemos dar cuenta de nuestra animalidad y las capacidades creadoras (y
destructivas) de nuestra especie con las que hemos construido dioses a nuestra
imagen y semejanza.
Así que estamos solos a merced de las inevitables
e inexorables fuerzas de la naturaleza y sujetos a las circunstancias sociales
e históricas del medio al que pertenecemos o donde estamos y corresponde a
nosotros, no a ningún ser inexistente e imaginario, buscar resolver nuestros
propios problemas con la inteligencia que hemos adquirido producto de la
evolución de la materia para sí afrontar lo mejor que podamos las vicisitudes
de nuestra propia existencia.
Ningún rezo impedirá las guerras, las
masacres, los asesinatos, las violaciones, los saqueos, los engaños y las
traiciones. Pero, claro, eso producirá algún sentimiento falso de seguridad y
esperanza que puede o no coincidir con la realidad.
Si muchísimas personas creen, aquí y en
otras partes, sobre todo si pertenecen a sociedades que no protegen su salud y
seguridad, que rezando u orando a dioses inexistentes lograrán su protección frente
a los avatares de la realidad, es su idea salvadora y esperanzadora, tienen
derecho a pesar como quieran en relación a lo sobrenatural. Pero si no existen
los dioses, están (auto)engañados y desperdiciando su valioso tiempo, así se
sientan más seguros, sanos y tranquilos después de rezar, orar o cantar a la
divinidad que sus padres y familiares les hicieron creer que existía en su más
tierna infancia.
La creencia en la existencia de lo divino
tuvo y tiene aún su lugar en la historia y la cultura influenciando en gran
manera en nuestro mundo: edificación de templos, elaboración de dogmas, ritos,
rezos, utensilios litúrgicos y libros sagrados, creación de arte religioso, por
un lado, práctica de sacrificios animales y humanos, intolerancia ante quien
piensa diferente, pensamiento único y fanatismo, conversión forzada por
conquista armada, persecución de las otras religiones, represión a los herejes
e incrédulos y derramamiento de su sangre, por otro.
Pero ahora vivimos en una era científica y
de gran avance tecnológico gracias a los cuales podemos entender mejor y
transformar la realidad, medicinas con las cuales podemos curarnos y no morir,
y tener aparatos que nos ahorran mucho tiempo y esfuerzo, para transportarnos,
comunicarnos y educarnos, donde la divinidad ya no tiene razón de ser más que
en aquellas cabezas que creen que nos salvará aquí y ahora de nuestra propia
destrucción al contaminar y destruir nuestro planeta, queda el consuela en una
hipotética existencia o conciencia post mortem.
Y justamente la creencia en una vida
después de la muerte es la hermana melliza de la creencia en lo divino. Pues si
hay seres sobrenaturales, también puede haber estados sobrenaturales, almas o
espíritus incorpóreos que nos consuelen ante la inevitabilidad de la muerte de
nuestro cuerpo. Creencia que aleja la idea de la banalidad, temporalidad y
sinsentido de la vida humana.
Así que la creencia en los dioses, los
espíritus, los cielos y los infiernos se retroalimentan y justifican entre sí
para ilusionarnos y enajenarnos y olvidarnos de nuestra indetenible finitud y
mortalidad.
En definitiva, entonces, no necesitamos
creer en ningún dios para vivir, es más cualquier dios ha sido creado por
nosotros mismos, pues si existiera alguno, ¿cómo lo sabríamos? ¿Por revelación?
Cualquier revelación sacra no contiene nada que no haya podido ser de origen
humano ¿Por observación de la naturaleza? Ella es producto de millones de años
de la evolución de la materia. ¿Por nuestra capacidad de razonar? La misma
respuesta que la anterior.
Es más, si aceptáramos la existencia de un
ser absolutamente supremo y bondadoso a la vez caeríamos en una contradicción
lógica salvable solamente por la creencia ciega o fe sin espacio para duda
alguna.
Así que si Usted cree en un dios, es su
opción y su derecho de libertad de creencia pero no puede demostrar que
realmente exista, es una cuestión de fe.
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