Alberto Orellana Aragón[1]
Los pinceles se gastan y los dedos no. Cuando yo me muera,
el pincel morirá conmigo.
Jimmie Lee Sudduth
Y el hombre creó a Dios… y lo
hizo a su imagen y semejanza. Lo dotó de largos cabellos, mirada tierna,
corazón sangrante y abundante luz. Lo plasmó en el arte de la música, pintura,
escultura y en la literatura. Miró al sol y no pudo sostener la mirada, por eso
lo elevó a las alturas del olimpo, el cielo o al universo expandido. Se abrigó
de su calor y de su compañía invisible. No había nada que temer excepto a Él y
a las autoridades que decían ser sus representantes, sus hijos predilectos:
reyes, sacerdotes, mesías, profetas o visionarios. Había que materializarlo,
darle vida, tener testimonio de sus obras y palabra porque, simplemente, no se
quiere lo que no se conoce.
Aparecieron Inti, Wiracocha, Buda,
Krishna, Yahvé, Jehová con sus respectivas leyes, doctrinas y códigos. Por
miedo y el culto a Dios o a los dioses se sacrificaron y asesinaron bebés, niños,
mujeres, vírgenes y enemigos. Por ignorancia se quemaron, lincharon y les cortaron
la cabeza a científicos, cosmólogos, biólogos y filósofos. Pero pudo más
nuestro vacío existencial, el miedo, el dolor, la ignorancia, el sufrimiento o
la muerte inexorable. Se doblaron nuestras rodillas en sumisión para seguir a
los demás feligreses y adeptos. Le construimos sus casas, templos, pirámides y
hasta una supuesta Torre de Babel para adorarlo y desafiarlo: el monarca al
llegar a la parte más alta disparó con su flecha al cielo, la respuesta fueron
los idiomas. Y en diferentes dialectos se imprimieron los denominados libros
sagrados para todo el mundo: la Biblia, el Corán, el Bhagavadgita, etc. Todos
los libros fueron y siguen siendo best sellers.
Ya no era Dios en los hombres,
sino el hombre en nombre de Dios. Ya tenía el ser humano el pretexto para
desatar sacrificios, guerras, revoluciones, muerte, destrucción y conquista.
Aplastar culturas, esclavizar al débil y someter a sus incondicionales. Era
fácil bautizarse y confesar nuestras faltas y pecados a una autoridad
eclesiástica para volvernos limpios y renovados cuantas veces fuera necesario.
Ya era muy difícil vivir sin él, ya era muy difícil ser hombre. Juntos como
hermanos, pero miembros de una iglesia, de una ideología, presos de un poder.
Con el paso inexorable de los
tiempos, surgieron los primeros rebeldes: agnósticos, ateos y todos sus
derivados. El Renacimiento tocó el cerebro, toc toc y le abrimos la puerta a la
Ilustración. Dejamos la Edad Media, la edad de la inocencia para pasar a la
edad de la ciencia, esa que comprueba todo con la razón. Los artistas y poetas
se pusieron fuertes, primeros buscando musas inspiradoras y luego la esencia
misma del hombre, esa que irradia nuestra mente. Las iglesias se transformaron
en bibliotecas, las procesiones en marchas, y los pecadores en libres. Y el
hombre fue elevado a las alturas y muchos se creyeron dioses, que nunca iban a
morir, pero fallecieron y con ellos murieron sus creencias, sus ideas, sus
esperanzas. ¡Bendito es el que viene en nombre de la razón!
“Dios ha muerto” dijo el filósofo
alemán Nietzche, “el hombre ha muerto” retrucó Foucault, mientras César Vallejo,
nuestro poeta, en un momento de dolor universal exclamó lo que sintetiza el
clamor humano y el sufrimiento que se rebela contra su creador:
Dios mío, si tú hubieras sido hombre,
hoy supieras ser Dios;
pero tú, que estuviste siempre bien,
no sientes nada de tu creación.
¡Y el hombre sí te sufre: el Dios es él!
El Hombre.
[1] Licenciado en Administración por la Universidad Inca Garcilaso de
la Vega y Técnico en Comunicación escrita y audiovisual por el Instituto John Logie Baird.
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