sábado, 28 de marzo de 2020

UN BREVE ANÁLISIS CONCEPTUAL DEL COMPORTAMIENTO RELIGIOSO

William Montgomery Urday
Profesor Asociado de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Lima-Perú).
Correo-e: avidolector@yahoo.es


Las maneras cómo la ideología (1) religiosa afectaría el desarrollo del juicio moral, las relaciones intergrupales, la autoconceptuación y la inculturación; en suma el comportamiento de la gente; han sido recientemente motivo de estudio desde una óptica que podría considerarse “globalizadora” en el sentido de atribuirle a la religión una importancia mayor de la que tradicionalmente se le ha concedido en la psicología, y, sobre todo, en la determinación de lo psicológico (ver Cohen, 2015). Sin entrar a la discusión detallada de tal tesis, cuyas conclusiones parecerían discutibles en principio por la sencilla razón de que están basadas en autoinformes de los participantes, y, por lo tanto, “toman demasiado en serio” lo que las personas dicen de sus propias creencias; no me cabe duda de que existe una influencia muy grande, de modo que la justificación de ocuparse de un tema como éste es mayúscula.

Sin embargo, más allá de datos que, conexos o no, buscan acumularse para “explicar” ciertos aspectos del comportamiento religioso, se hace necesario un análisis conceptual que esclarezca el carácter radical del fenómeno en términos científicos. Algo como lo que intentó Schoenfeld (1999) desde la perspectiva del análisis experimental de la conducta. En las siguientes líneas procuraré seguir, aunque sin demasiada fidelidad, algunos de sus razonamientos para expresar mis propias opiniones al respecto del comportamiento religioso. Dado que este es un tema que ya he tratado antes en un artículo que posteriormente fue varias veces “rebotado” en las redes sociales (Montgomery, 2005), puede complementarse (o confrontarse) mi reflexión actual con lo que anoté en aquella ocasión.

Siguiendo esta línea, me propongo en los siguientes renglones discutir brevemente sobre tres cosas: el surgimiento del comportamiento religioso, la razón por la cual las personas “creen”, y el porqué de la supervivencia de la religión.

¿Cómo surgieron el comportamiento religioso y la religión como entidad ideológica reguladora? Es una pregunta demasiado ambiciosa que, desgraciadamente, solo puede responderse mediante conjeturas. Para sus áulicos, el comportamiento religioso bebería de las fuentes de la “naturaleza humana”, esencialmente “espiritual” y “sobrenatural”, y desde este punto de vista sería innato. Para sus contradictores, se trataría de un tema de adoctrinamiento social temprano al cual se les sometería a todos los seres humanos en formación. Obviamente, ninguna de esas explicaciones es satisfactoria, la primera porque es circular: el ser humano sería religioso per se y a partir de allí ejercería su comportamiento religioso, pero solo se inferiría que lo es viendo cómo se comporta. La segunda, a su vez, no da pistas sobre porqué un grupo de adultos adoctrinarían religiosamente a sus generaciones infanto-juveniles, ni porqué esos adultos por su parte habrían sido adoctrinados de la misma forma por generaciones anteriores. También plantea la duda de si otras orientaciones educativas no podrían también ser concebidas como formas diversas de adoctrinamiento en ideas no religiosas.

La mejor manera, parece, de concebir un hipotético origen primigenio del comportamiento religioso, es fijarse en las interacciones cotidianas que tienen las personas con los sucesos de sus entornos ambientales compuestos por objetos físicos y otros individuos en un marco histórico-cultural. Como dice Schoenfeld (1999):

“Todas las religiones contienen leyes respecto a los alimentos, normas sexuales, rituales y ejercicios para la congregación, ritos de pasaje, formulas verbales y declaraciones, códigos de lo bueno y de lo malo, creencias acerca de un plano de existencia exterior a la mirada inmediata del hombre, pero que en cierto modo está a su alcance” (p. 44).

Es en dicho marco contextual específico donde se puede juzgar por qué las personas hablan y actúan “religiosamente”, y en relación a qué antecedentes y consecuencias; vale decir, qué es lo que hace ocurrir esa forma de comportamiento y lo mantiene. Semejante premisa se sustenta en lo que ya se sabe experimentalmente de cómo funciona la conducta humana en general, la cual está controlada tanto por eventos instigadores directos (experiencias vividas) e indirectos (observación de experiencias ajenas) que evocan respuestas emocionales, como por eventos que facilitan la concreción de las acciones o la consecución de metas. En el transcurso de la historia de cada individuo se forma una secuencia combinada de respuestas emocionales positivas (sentimientos agradables), negativas (sentimientos desagradables), y subsecuentes esfuerzos por “luchar a favor” o “luchar en contra” de acontecimientos físicos o sociales que, respectivamente, o mantengan o se opongan a las primeras. Esto produce un valor actitudinal que siempre “está buscando” resultados que confirmen tales esfuerzos. A eso el psicoanálisis clásico le atribuye impulsos de búsqueda del placer y huida del dolor, mientras que en el lenguaje del análisis experimental de la conducta tomaría la forma de obtener consecuencias gratificantes y evitar las no gratificantes, o, simplemente, “conducta instrumental u operante”. Los códigos sociales complejos que comúnmente se etiquetan como “pensar”, “percibir”, “razonar”, “planificar”, etcétera, no escapan a estos mecanismos.

Entonces, lo que hay que ver es cuán gratificante resultó en el pasado y resulta en la actualidad para los individuos comportarse religiosamente, y por qué. Las disquisiciones de Kantor (1990) acerca del transnaturalismo agustiniano y del trascendentalismo patrístico, y de Alcaraz (2004) sobre las reificaciones y metáforas que llevaron al surgimiento de lo “mental” como un sucedáneo descriptivo de la “actividad interior” vinculada al “alma”, brindan pistas históricas referentes al desenvolvimiento de  los aspectos ideológicos más elevados de las creencias religiosas, en particular católicas; pero no aclaran —porque no es su propósito— a  qué se debe que las personas comunes y corrientes acepten creer en un Dios y en aquello que lo ornamenta, como orientación protectora frente a un mundo la mayoría de las veces incierto y amenazador. En otras palabras, algo significativamente emotivo y reforzante que dirige las acciones a consecuencias —a veces objetivamente y a veces subjetivamente— juzgadas como “beneficiosas”. Schoenfeld (1999) señala: “Un dogma o una creencia tendrá un sentido potencial para un creyente solo cuando sea coherente con aspectos de su conducta natural” (p. 51). Así, el valor del comportamiento religioso debe considerarse en función a la “utilidad” que supuestamente tiene para quien lo ejerce. Las instituciones religiosas más sofisticadas que sobreviven intuyen esto desde tiempos inmemoriales, y por ello utilizan técnicas de control que extienden la influencia del grupo al individuo mediante clasificaciones de conducta “buena” o “mala”, “moral” o “inmoral”, “virtuosa” o “pecadora” (Skinner, 1971), en relación con visiones mitológicas del cielo (que evoca respuestas emocionales positivas y esfuerzos de “luchar a favor”) y el infierno (que evoca respuestas emocionales negativas y esfuerzos de “luchar en contra”).

Frente a esto, cabe preguntar cuál de ambas motivaciones, la “positiva” o la “negativa”, sería más fuerte en un “creyente” promedio. Lo cierto es que, según se desprende de las investigaciones sobre teoría de las decisiones humanas (economía conductual), en todos nosotros, religiosos o no, existe algo que se llama “aversión a la pérdida”; es decir, se teme más “tener pérdidas” que lo que atrae “tener ganancias” (ver Cortada de Cohan, 2008). Eso llevaría a inferir que la principal razón por la cual el grueso de individuos “cree” o practica alguna religión es el temor a sufrir pérdidas que, en este plano, serían las vinculadas a la seguridad personal y/o de sus seres queridos.

Respecto a esto último, aunque el promedio de las personas religiosas suele negar de manera explícita que su conducta de “creer” se deba a razones de evitación de males o desgracias más que de un genuino sentimiento místico de amor universal o algo así, debajo de esas alegaciones sería posible percibir la verdadera motivación. Por ejemplo, cuando se dice algo parecido a que “todos son ateos hasta que el avión comienza a caer” se asume implícitamente que la creencia religiosa sería algo así como un “seguro”, o, por lo menos, un “consuelo” en relación con acontecimientos infaustos. En una popular película hecha para propaganda cristiana titulada “Dios No Está Muerto” (2014), el profesor agresivamente ateo (interpretado por Kevin Sorbo) se enfrenta con un alumno creyente (Shane Harper), y, después de proferir muchas blasfemias sufre una especie de “castigo divino” (un accidente vehicular) al final, como advirtiendo sobre el terrible destino posible de quienes osan “negar a Dios”. En fin, los ejemplos informales serían abundantes; valgan éstos como muestra (2).

Las relaciones interindividuales reguladas de esta manera por las instancias religiosas entran dentro de las contingencias que se llaman “de sanción”. Ellas, según las definen Ribes, Pulido, Rangel y Sánchez-Gatell (2014), “constituyen un sistema de mantenimiento y salvaguarda de las jerarquías, funciones y posibilidades de vida”, donde “sancionar es dejar hacer y reconocer determinado tipo de actos y relaciones, o, por el contrario, impedir y penalizarlos” (p. 272). Las contingencias de sanción toman la forma de valores, normas, razones e ideales que expresan prácticas dominantes en unas determinadas estructura y coyuntura sociales; y esa es la razón por la cual generalmente se hallan en connivencia muy estrecha con el poder dominante en la sociedad de referencia.

Sin embargo, no hay que interpretar semejante hecho de modo que afirme de manera contundente que los poderes vigentes en cada sociedad o en todas son los que sostienen la supervivencia de las ideologías religiosas formales o informales (¿el “opio del pueblo”?) para someter a la masa. Los casos históricos de gobiernos antirreligiosos que en su momento han intentado extirpar coactivamente tales creencias, muestran que ante la ausencia de éstas los propios poderes dominantes buscan sustituirlas por “mitologías” de nuevo cuño, como cuando en vez de reliquias de santos se exhiben monumentos o cuerpos embalsamados de líderes para ser objetos de peregrinación y veneración; o se repiten consignas formuladas por ideólogos “infalibles” que tienen un parecido con las frases de los catecismos estudiados por los religiosos; o se cambian viejas festividades religiosas por nuevas al servicio del “partido” en las mismas fechas.
Para explicar, pues, la supervivencia de las prácticas religiosas, nuevamente hay que retornar a lo dicho en párrafos anteriores: los individuos “creen” y “creerán” siempre que eso esté en relación con su vida concreta, y por tanto les solucione necesidades emotivas e instrumentales. Como la demanda es la que crea ofertas, es perfectamente esperable que sobre este esquema metafórico de “utilidad marginal” surjan tantas instituciones religiosas como han surgido antes, y se mantengan a través del tiempo en razón de la manera pragmática como canalicen eficientemente la demanda religiosa de sus adherentes.

Comentario final
Aquí he abordado tres cuestiones que se traslapan entre sí. En la primera, referente al surgimiento del comportamiento religioso, he argumentado que lo central es averiguar la gratificación que obtienen los individuos al comportarse religiosamente. En la segunda, respecto a la razón principal por la cual las personas creen, mi hipótesis de respuesta fue establecida en función a una motivación de tipo negativo, es decir, librarse de potenciales amenazas a las gratificaciones también potenciales. Por último, en cuanto al porqué supervive la religión hice un paralelo con el sistema de “oferta” y “demanda”, señalando que mientras haya necesidades emotivas e instrumentales difíciles de satisfacer (¡y eso parece ser inherente a lo humano!), habrá instancias que aprovechen de la coyuntura para canalizarlas.

Notas
1.  De entrada me parece claro que la llamada “religión” en realidad es un conjunto de presupuestos ideológicos, una forma de ideología que, como lo indicamos en un escrito anterior (Montgomery, 2005), se ajusta a tres de las definiciones ofrecidas por Rossi-Landi (1980) en su enjundioso libro sobre el tema. 1) mitología, folklore, creencias populares, clichés y prejuicios difundidos (p. 35); 2) ilusión y autoengaño con matices de preconcepto, deslumbramiento, miopía, ceguera, oscurantismo (p. 37); y 3) mentira no deliberada, oscurantismo voluntario pero no planificado, automistificación, falsificación socialmente indocta que ha llegado a ser automática en el individuo (p. 40). Esto, por supuesto, no diferencia entre diferentes tipos de confesión religiosa, ya que se trata de características generales que los involucran a todos.
2.  Desde este punto de vista, dejo como tema aparte la distinción de categorías de orientación “extrínseca” e “intrínseca” en la religiosidad de los individuos establecida por Gordon Allport (Simkin y Etchezahar, 2013). La primera de ellas involucraría un mero interés instrumental en el uso de la religión para alcanzar fines personales o sociales, mientras la segunda se basaría en una motivación profunda y fundamental. No descarto que una persona con supuestamente genuina motivación religiosa pueda objetar los ejemplos presentados, pero sí señalo que sea como fuere, tanto en casos extrínsecos como intrínsecos los mecanismos operantes de la conducta siguen en pie. Lo que cualquier persona “cree” tiene que ser funcional a las condiciones vitales de su existencia.

Referencias
Alcaraz, V. M. (2004). Reificaciones y metáforas. Las referencias a lo mental. Acta Comportamentalia, 12, 97-106.
Cohen, A. B. (2015). Religion’s profound influences on psychology: Morality, intergroup relations, self-construal, and enculturation. Current Directions in Psychological Science, 24(1), 77-82.
Cortada de Cohan, N. (2008). Los sesgos cognitivos en la toma de decisiones. International Journal of Psychological Research, 1(1), 68-73.
Kantor, J. R. (1990). La evolución científica de la psicología (Tomo I). Trillas. Orig: 1963.
Montgomery, W. (2005). Comportamiento religioso y ciencia de la conducta: ¿Son compatibles? En El quehacer conductista, hoy (pp. 167-184). Ediciones de la Revista Peruana de Filosofía Aplicada.
Ribes, E., Pulido, L., Rangel, N. y Sánchez-Gatell, E. (2014). Sociopsicologia. Instituciones y relaciones interindividuales. Catarata.
Rossi-Landi, F. (1980). Ideología. Labor. Orig.: 1978.
Schoenfeld, W.N. (1999). Religión y conducta humana. Universidad de Guadalajara. Orig.: 1971.
Simkin, H. y Etchezahar, E. (2013). Las orientaciones religiosas extrínseca e intrínseca: Validación de la "Age Universal" I-E Scale en el Contexto Argentino. PSYKHE, 22(1), 97-106.
Skinner, B. F. (1971). Ciencia y conducta humana. Fontanella. Orig. 1953.


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