lunes, 2 de marzo de 2020

CORLISS LAMONT Y EL HUMANISMO ATEO

Carlos Alvarado de Piérola,
Docente (cesante), Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM)
Correo-e: calvaradodep@yahoo.es

Hace muchos años, cuando todavía era un estudiante de filosofía, encontré, en el denominado «bazar suelo», un libro que me llamó mucho la atención. Su título era: La ilusión de la inmortalidad, y su autor un filósofo totalmente desconocido para mí llamado Corliss Lamont. Adquirí el libro de inmediato y me puse a leerlo con mucho interés. En dicha obra, en un lenguaje claro que denotaba la intención del autor por llegar al gran público, examinaba críticamente la creencia tan difundida en una vida futura y llegaba a la conclusión de que «la vida que los seres humanos conocen en esta tierra es la única que pueden razonablemente esperar». Por supuesto dejaba constancia que no era dogmático, pues la ciencia está hecha de probabilidades. Aun así, sostenía que las probabilidades en contra de la sobrevivencia de la personalidad humana después de la muerte eran tan abrumadoras que la idea de inmortalidad era prácticamente una ilusión. En el prólogo, escrito por el conocido filósofo estadounidense John Dewey, se decía: «Aun cuando llega a la conclusión de que la creencia en la inmortalidad es una ilusión, más bien perjudicial, el libro está lleno de un fuerte sentimiento, casi podría decirse de simpatía, por las cosas de la vida humana que, dejando a un lado los argumentos, han creado el ansia por la inmortalidad personal y fundado dicha ilusión». El trabajo del Dr. Lamont examinaba el tema desde los ángulos histórico, científico, social y filosófico.

A partir de ese momento, este libro, que se relacionaba con un problema hacia el cual siempre habla sentido una especial predilección, me refiero al asunto de la muerte y el sentido de la vida, no solo se convirtió en material de lectura asidua, sino que despertó en mi un mayor interés por conocer la vida y la obra de Corliss Lamont, prácticamente desconocidas en nuestro medio. Descubrí, entonces, algunas cosas sumamente interesantes que ahora deseo dar a conocer y compartir con ustedes. Al hacerlo, también quiero rendir un homenaje a nuestro personaje y, al mismo tiempo, contribuir a la difusión de su pensamiento.
Corliss Lamont nació el 28 de marzo de 1902 y murió el 26 de abril de 1995. Fue conocido como un filósofo identificado con las causas de izquierda y defensor de las libertades civiles. Sin embargo, aun cuando se identificó desde un principio con el marxismo, mantuvo una actitud crítica con respecto a los partidos comunistas de la época y la figura de Stalin. Aun así, mantuvo una firme actitud en defensa de sus ideas socialistas y se enfrentó con valentía a las tendencias conservadoras, que desembocarían en el macartismo, que ya se venía venir, y con la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de los Estados Unidos. En plena guerra fría, en 1952, publicó El mito de la agresión soviética, en las que se atrevió a refutar los argumentos desplegados por una gigantesca campaña mediática, inspirada por los intereses del complejo militar industrial estadounidense.
Su obra incluye unos 16 libros y otros escritos menores. La ilusión de la inmortalidad, a la que hemos aludido, fue publicada en 1935, y fue reeditada en varias ocasiones. En castellano fue publicada por la editorial argentina Claridad, en 1957. Pero su obra más famosa fue El humanismo como filosofía, publicada en 1949. En esta obra defiende las posiciones de una doctrina humanista atea, tal y como él la entendió.

¿Cuál es esa doctrina humanista?

Antes de responder esta interrogante, es conveniente responder previamente a otra: ¿Qué es el humanismo? Resultaría difícil hacerlo con una respuesta breve. Desde que se usara por primera vez, según se dice, en alemán, por F. J. Niethammer (1808) han sido numerosas las interpretaciones que se le han dado a este término. Por supuesto, no ignoramos que ya en 1538 se use en Italia el término «humanista», para referirse a los maestros de las llamadas «humanidades», es decir, a los que se consagraban a los studia humanitatis. El humanista era el que se consagraba a las artes liberales y, dentro de éstas, especialmente a las artes liberales que más en cuenta tienen lo «general humano»: historia, poesía, retórica, gramática (incluyendo literatura) y filosofía moral.
Sabemos, además, que el término «humanismo» se aplica, claro está retrospectivamente, al movimiento surgido en Italia hacia fines del siglo XIV y prontamente extendido a otros países durante los siglos XV y XVI. Consisti6, básicamente, en un retorno al pensamiento clásico; tuvo caracterizados representantes en Erasmo de Rotterdam, Tomas Moro, Luis Vives, Pico della Mirandola, etc. Encierra no solo un aspecto literario, sino también otro filosófico, en el cual podemos distinguir una «filosofía moral» que va de la mano con los cambios experimentados en la antropología filosófica de la época.

En la época actual se ha hablado de «humanismo» no solo para designar el movimiento antes descrito, sino también, o sobre todo, para calificar ciertas tendencias filosóficas, especialmente aquellas en las cuales se pone de relieve algún «ideal humano». Como los «ideales humanos» son muchos, han proliferado los «humanismos». Tenemos con ello un humanismo cristiano, un «humanismo integral», un humanismo socialista, un humanismo (o neohumanismo) liberal, un humanismo existencialista, un humanismo científico, y otras muchas, casi incontables, variedades.
Del humanismo se ha hablado también como un «método», y no solo como una determinada «concepción». En lo que toca al método, humanismo es un término utilizado por varias direcciones del pensamiento de nuestro siglo. Tal ocurre con los movimientos filosóficos impulsados por William James y F. C. S. Schiller —el último llama precisamente «humanismo» a su propia filosofía—. Según Segall James, el humanismo consiste en romper con todo «absolutismo» —con toda idea de un «universo compacto»—, con todo intelectualismo, con toda negación de la variedad y espontaneidad de la experiencia. El humanismo no renuncia a la verdad, ni por supuesto a la realidad; solo pretende que sean más ricas —o que se reconozca su inagotable riqueza—. Por eso el humanismo niega que los conceptos y leyes sean meras duplicaciones de la realidad.
Investigando sobre el tema, hemos encontrado que cuatro grandes Manifiestos y Declaraciones humanistas han sido emitidos a lo largo del siglo XX: El Manifiesto Humanista I, El Manifiesto Humanistas II, La Declaración Humanista Secular y la Declaración de Interdependencia.
El Manifiesto Humanista I apareció en 1933 al socaire de la depresión mundial. Avalado por 34 humanistas americanos (entre ellos el ya mencionado filosofo John Dewey), reflexionaba sobre los retos de aquella época, recomendando en primer lugar una forma de humanismo religioso no teísta como alternativa a las religiones de la época, y, en segundo lugar, una planificación nacional de índole económica y social.

El Manifiesto Humanista II fue publicado en 1973 para afrontar las cuestiones que había emergido en la escena mundial desde entonces: el auge del fascismo y su derrota en la Segunda Guerra Mundial, el crecimiento de la influencia y poder del Marxismo-Leninismo y del Maoísmo, la Guerra Fría, la recuperación económica posbélica de Europa y América, la descolonización de amplias áreas del mundo, la creación de las Naciones Unidas, la revolución sexual, el desarrollo de los movimientos de mujeres, la demanda de las minorías de la igualdad de derechos, la emergencia del poder estudiantil en los campus.
La Declaración del Humanismo Secular fue publicada en 1980, porque el humanismo y, en particular El Manifiesto Humanista II, había sido sometido a duros ataques por parte de los fundamentalismos religiosos y de las fuerzas políticas del ala derecha en Estados Unidos. Muchas de esas críticas sostenían que el Humanismo Secular era una religión. En consecuencia, la enseñanza del humanismo secular en las escuelas, argüían, violaba el principio de separación entre Iglesia y Estado y establecía una nueva religión. La Declaración respondía que el humanismo secular expresaba un conjunto de valores morales y un punto de vista filosófico y científico no teísta que no podían hacerse equivalentes con la fe religiosa. La enseñanza del punto de vista del humanismo secular en modo alguno violaba el principio de separación. Al contrario, defendía la idea democrática de que el estado secular debería ser neutral, sin ponerse ni a favor ni en contra de la religión.
En 1988, la Academia Internacional de Humanismo ofreció todavía un cuarto documento, una Declaración de Interdependencia, haciendo un llamamiento a favor de una nueva ética global y de la construcción de una comunidad mundial, que era cada vez más necesaria a la vista de las nuevas instituciones globales que se estaban desarrollando con rapidez. En suma, un humanismo planetario.

Como se puede apreciar, hay humanismo para todos los gustos. Y, por este motivo, no es fácil responder a la pregunta acerca del humanismo. Veamos ahora, de que trata el propuesto por Lamont. Según nuestro personaje, se trata de una filosofía integral de la vida que se autodefine como naturalista, secular o laica, anti-idealista basado en las afirmaciones siguientes: anti-sobrenaturalismo; evolucionismo radical; inexistencia del alma; autosuficiencia del hombre; libertad de la voluntad; ética intramundana; valor del arte, y humanitarismo. Tesis fundamental: la humanidad debe buscar la verdad mediante la razón y la mejor evidencia observable y apoyar el escepticismo científico y el método científico. Sin embargo, se estipula que las decisiones sobre lo correcto e incorrecto se deben basar en el individuo y el bien común. Como un proceso de ética, el humanismo no tiene en cuenta las cuestiones metafísicas, como la existencia o no existencia de seres sobrenaturales.
Lamont afirma que «el Humanismo es una palabra antigua, atrayente y tan cargada de significados favorables que han sido corrientemente adoptada por varios grupos y personas que tienen poco o ningún derecho a usarla»[i], por lo que se hace necesario establecer un deslinde. De ahí que se utilice el adjetivo “naturalista” para indicar que “el Humanismo, en su sentido filosófico más exacto, implica una idea en la que la naturaleza es todo, en la que no existe lo sobrenatural y en la que el hombre es una parte integral de la Naturaleza, de la que no lo separa hendidura o discontinuidad alguna”»[ii].
La tradición humanista se origina en la antigua Grecia. Lamont sostiene que el primer Humanista fue el maestro y filósofo griego Protágoras, en el siglo V a. c., a quien Platón dedicó todo un diálogo. Como sabemos, este filosofo señaló: «El hombre es la medida de todas las cosas» que, aunque es una expresión demasiado vaga y subjetiva, en torno a la cual se ha generado abundante controversia, constituyo en su época un pensamiento atrevido y no ortodoxo. Protágoras fue también un agnóstico franco; escribió: «De los dioses no sabré decir si los hay o no los hay, pues son muchas las cosas que prohíben el saberlo, ya la oscuridad del asunto, ya la brevedad de la vida del hombre». Esto le valió ser acusado de impiedad y fue desterrado de Atenas, muriendo ahogado en su camino a Sicilia. Pero, junto con Protágoras, muchos otros filósofos griegos mostraron una tendencia humanista en la medida en que se concentraron en el análisis del hombre más que en análisis de la naturaleza física. Sócrates expuso con brillo máximas típicamente humanistas, tales como «Conócete a ti mismo» y aunque creía en Dios, trató de elaborar un sistema ético que funcionara independiente de la doctrina religiosa. A lo largo de la historia de la filosofía, encontramos, nos dice Lamont, abundante filosofía ética de carácter humanista.
El Humanismo naturalista abarca muchos aspectos, por lo que sería demasiado extenso como para tratarlo en una sola reunión; por este motivo, nos vamos a concentrar en el tema de la mortalidad. «El humanismo coloca definitivamente el destino del hombre dentro de los limites muy amplios de este mundo natural. Quienes sostiene que la existencia humana carece de significado y valor sin la promesa de inmortalidad, adoptan una pose o expresan con lenguaje severo el pesar que han podido experimentar frente a la perdida de algún ser querido»[iii]. «[El humanismo] Desecha los falsos super-naturalismos del pasado y proclama las virtudes de una ética francamente dedicada a la felicidad humana en esta tierra. Esa ética sana y humana puede ser más efectiva, así también como de espíritu más elevado, que cualquier otra basada en las promesas de inmortalidad personal. Es positivamente indecoroso sostener que los hombres actuaran decentemente solo si se les garantiza el pourboire (la propina), como lo llamó Schopenhauer, de la existencia post-mortem»[iv].

Otra importante afirmación es la siguiente: «En cuanto al futuro, toca a la raza humana elaborar su propio destino sobre este globo. El humanismo niega que exista un destino, en forma de Divina Providencia o de cruel infierno, que ayude o impida el progreso y bienestar humanos. La Naturaleza es estrictamente neutral con respecto a los propósitos y esfuerzos humanos. El hombre no está cogido en las garras de un determinismo impersonal, puramente materialista, que haya dirigido el pasado y predestinado todo el futuro. Dentro de ciertos límites prescriptos por nuestras circunstancias terrenales y por la ley científica, los individuos, las naciones enteras y el género humano en general, son libres de elegir los senderos que verdaderamente deben seguir. Hasta cierto punto son los moldeadores de su propio destino y tiene en sus manos el molde de las cocas por venir"[v].

Corliss Lamont: Conclusión a su libro La ilusión de la inmortalidad.
Entre las glorias excelentes del hombre está en su mente, que le permite conocer que hay algo como la muerte y reflexionar sobre su significado. Los animales no pueden prever conscientemente que algún día han de perecer. Cuando les llega el momento, simplemente, se extienden y mueren; no existe para ellos un problema o tragedia de la muerte, no discuten sobre la resurrección la vida eterna. Los hombres, en cambio, pueden hacerlo y así lo hacen. Y ese es un alto privilegio. El hecho de que el resultado de esa discusión y reflexión ha de ser el reconocimiento de que esta vida es todo, no disminuye el valor de ese privilegio. «Solamente el hombre sabe que ha de morir; pero ese mismo conocimiento lo eleva en cierto sentido, por sobre la mortalidad, haciéndolo participar en la visión de la verdad eterna... La verdad es cruel, pero puede ser amada y hace libre a quienes llegan a amarla». (Santayana, introducción a The Ethics of Spinoza).

La verdad sobre la muerte nos libera del temor degradante y del optimismo superficial; nos libera de las ilusiones vanas. Afirmar que los hombres no pueden soportar esta verdad es abdicar ante los elementos más débiles de la naturaleza humana. No solamente los hombres pueden soportarla, sino que, elevándose por encima de ella, pueden concebir pensamientos y actos más nobles que los que se agrupan alrededor de la perpetuación eterna. Se ha dicho que la negación de la inmortalidad lleva a la filosofía de «Comamos y bebamos y seamos felices, pues mañana moriremos». Esperamos que los hombres sean siempre felices; pero no hay razón para que al mismo tiempo no sean también inteligentes, valientes y dedicados al bienestar de la sociedad. Si esta existencia terrenal es nuestra única y sola posibilidad de llevar una vida o, mejor aún, de unir la buena época con la buena vida en un todo integrado: si es nuestra única y sola oportunidad para gozar personalmente los frutos de la existencia —y, ¿por qué no habríamos de gozarlos?— o también nuestra única y sola oportunidad para fijar un recuerdo elevado y honorable entre nuestros amigos y prójimos. No habrá otra oportunidad en ningún reino inmortal para redimirnos y modificar la impresión irreversible de nuestras vidas. Esta es nuestra única oportunidad.

Finalmente, el conocimiento de que la inmortalidad es una ilusión nos libera de cualquier clase de preocupación con respecto a la muerte. En cierto sentido hace a la muerte poco importante. Libera toda nuestra energía tiempo para la realización extensión de las potencialidades felices de esta buena tierra. Engendra una aceptación sincera y agradecida de las ricas experiencias alcanzables en la vida humana en medio de la abundante Naturaleza. Es un conocimiento que da fuerza, profundidad y madurez, haciendo posible una filosofía de vida simple y comprensible. No pedimos nacer y no pedimos morir. Peo hemos nacido y habremos de morir. Legamos a la existencia y salimos de ella. Y en ningún caso, el destino despótico espera nuestra ratificación de su decreto.
Pero entre el nacimiento y la muerte podemos vivir nuestras vidas, trabajar y gozar con las cosas que nos agraden. Podemos hacer valer nuestras accione y dotar a nuestros días sobre la tierra de un alcance y significado que la finalidad de la muerte no puede derrotar. Podemos contribuir al desenvolvimiento de la nación y de la humanidad, y dar lo mejor de nosotros para la afirmación continuada a favor de la mayor gloria del hombre.
(Leído en el “Viernes filosófico” en la Facultad de Letras de la UNMSM, el 30 de septiembre del 2011).
NOTAS

[i] Corliss Lamont, El humanismo como una filosofía, p. 39.
[ii] Corliss Lamont, op. cit., p. 40.
[iii] Ibidem, p. 110.
[iv] Loc. cit.
[v] Ib., p. 111.


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