Carlos Alvarado de Piérola,
Docente (cesante), Universidad
Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM)
Correo-e: calvaradodep@yahoo.es
Hace
muchos años, cuando todavía era un estudiante de filosofía, encontré, en
el denominado «bazar suelo», un libro que me llamó mucho la atención. Su
título era: La ilusión de la inmortalidad, y su
autor un filósofo totalmente desconocido para mí llamado Corliss Lamont.
Adquirí el libro de inmediato y me puse a leerlo con mucho interés. En
dicha obra, en un lenguaje claro que denotaba la intención del autor
por llegar al gran público, examinaba críticamente la creencia tan
difundida en una vida futura y llegaba a la conclusión de que «la vida que
los seres humanos conocen en esta tierra es la única que pueden razonablemente
esperar». Por supuesto dejaba constancia que no era dogmático, pues la
ciencia está hecha de probabilidades. Aun así, sostenía que las
probabilidades en contra de la sobrevivencia de la personalidad humana
después de la muerte eran tan abrumadoras que la idea de inmortalidad era
prácticamente una ilusión. En el prólogo, escrito por el conocido filósofo
estadounidense John Dewey, se decía: «Aun cuando llega a la conclusión de
que la creencia en la inmortalidad es una ilusión, más bien perjudicial,
el libro está lleno de un fuerte sentimiento, casi podría decirse de
simpatía, por las cosas de la vida humana que, dejando a un lado
los argumentos, han creado el ansia por la inmortalidad personal y fundado
dicha ilusión». El trabajo del Dr. Lamont examinaba el tema desde los
ángulos histórico, científico, social y filosófico.
A partir de ese momento, este libro, que se relacionaba con un problema
hacia el cual siempre habla sentido una especial predilección, me refiero
al asunto de la muerte y el sentido de la vida, no solo se convirtió en
material de lectura asidua, sino que despertó en mi un mayor interés por
conocer la vida y la obra de Corliss Lamont, prácticamente desconocidas en
nuestro medio. Descubrí, entonces, algunas cosas sumamente interesantes
que ahora deseo dar a conocer y compartir con ustedes. Al hacerlo, también
quiero rendir un homenaje a nuestro personaje y, al mismo tiempo,
contribuir a la difusión de su pensamiento.
Corliss
Lamont nació el 28 de marzo de 1902 y murió el 26 de abril
de 1995. Fue conocido como un filósofo identificado con las causas de
izquierda y defensor de las libertades civiles. Sin embargo, aun cuando se
identificó desde un principio con el marxismo, mantuvo una actitud crítica
con respecto a los partidos comunistas de la época y la figura de Stalin.
Aun así, mantuvo una firme actitud en defensa de sus ideas socialistas y
se enfrentó con valentía a las tendencias conservadoras, que desembocarían en
el macartismo, que ya se venía venir, y con la Agencia Central de Inteligencia
(CIA) de los Estados Unidos. En plena guerra fría, en 1952, publicó El
mito de la agresión soviética, en las que se atrevió a refutar
los argumentos desplegados por una gigantesca campaña mediática, inspirada
por los intereses del complejo militar industrial estadounidense.
Su obra incluye unos 16 libros y otros escritos menores. La
ilusión de la inmortalidad, a la que hemos aludido, fue publicada
en 1935, y fue reeditada en varias ocasiones. En castellano fue publicada
por la editorial argentina Claridad, en 1957. Pero
su obra más famosa fue El humanismo como filosofía, publicada
en 1949. En esta obra defiende las posiciones de una doctrina humanista
atea, tal y como él la entendió.
¿Cuál es esa doctrina
humanista?
Antes de responder esta interrogante, es conveniente responder
previamente a otra: ¿Qué es el humanismo? Resultaría difícil hacerlo con
una respuesta breve. Desde que se usara por primera vez, según se dice, en
alemán, por F. J. Niethammer (1808) han sido numerosas las
interpretaciones que se le han dado a este término. Por supuesto, no
ignoramos que ya en 1538 se use en Italia el término «humanista»,
para referirse a los maestros de las llamadas «humanidades», es decir, a
los que se consagraban a los studia humanitatis. El
humanista era el que se consagraba a las artes liberales y, dentro de
éstas, especialmente a las artes liberales que más en cuenta tienen lo «general humano»: historia, poesía,
retórica, gramática (incluyendo literatura) y filosofía moral.
Sabemos, además, que el término «humanismo» se aplica, claro
está retrospectivamente, al movimiento surgido en Italia hacia fines del
siglo XIV y prontamente extendido a otros países durante los siglos XV y
XVI. Consisti6, básicamente, en un retorno al pensamiento clásico; tuvo
caracterizados representantes en Erasmo de Rotterdam, Tomas Moro, Luis
Vives, Pico della Mirandola, etc. Encierra no solo un aspecto literario,
sino también otro filosófico, en el cual podemos distinguir una «filosofía
moral» que va de la mano con los cambios experimentados en la antropología
filosófica de la época.
En la época actual se ha hablado de «humanismo» no solo para designar
el movimiento antes descrito, sino también, o sobre todo, para calificar
ciertas tendencias filosóficas, especialmente aquellas en las cuales se
pone de relieve algún «ideal humano». Como los «ideales humanos»
son muchos, han proliferado los «humanismos». Tenemos con ello un
humanismo cristiano, un «humanismo integral», un humanismo socialista, un
humanismo (o neohumanismo) liberal, un humanismo existencialista, un
humanismo científico, y otras muchas, casi incontables, variedades.
Del humanismo se ha hablado también como un «método», y no solo
como una determinada «concepción». En lo que toca al método, humanismo es
un término utilizado por varias direcciones del pensamiento de nuestro
siglo. Tal ocurre con los movimientos filosóficos impulsados por William
James y F. C. S. Schiller —el último llama precisamente «humanismo» a su
propia filosofía—. Según Segall James, el humanismo consiste en romper con
todo «absolutismo» —con toda idea de un «universo compacto»—, con todo
intelectualismo, con toda negación de la variedad y espontaneidad de
la experiencia. El humanismo no renuncia a la verdad, ni por supuesto a la
realidad; solo pretende que sean más ricas —o que se reconozca su
inagotable riqueza—. Por eso el humanismo niega que los conceptos y leyes
sean meras duplicaciones de la realidad.
Investigando
sobre el tema, hemos encontrado que cuatro grandes Manifiestos y Declaraciones
humanistas han sido emitidos a lo largo del siglo XX: El
Manifiesto Humanista I, El Manifiesto Humanistas II, La Declaración
Humanista Secular y la Declaración de Interdependencia.
El Manifiesto Humanista I apareció en 1933 al socaire de la depresión
mundial. Avalado por 34 humanistas americanos (entre ellos el ya
mencionado filosofo John Dewey), reflexionaba sobre los retos de aquella
época, recomendando en primer lugar una forma de humanismo religioso no
teísta como alternativa a las religiones de la época, y, en segundo lugar,
una planificación nacional de índole económica y social.
El Manifiesto Humanista II fue publicado en 1973 para afrontar las
cuestiones que había emergido en la escena mundial desde entonces: el auge
del fascismo y su derrota en la Segunda Guerra Mundial, el crecimiento de
la influencia y poder del Marxismo-Leninismo y del Maoísmo, la Guerra
Fría, la recuperación económica posbélica de Europa y América, la
descolonización de amplias áreas del mundo, la creación de las Naciones
Unidas, la revolución sexual, el desarrollo de los movimientos de mujeres,
la demanda de las minorías de la igualdad de derechos, y la
emergencia del poder estudiantil en los campus.
La Declaración del Humanismo Secular fue publicada en 1980, porque
el humanismo y, en particular El Manifiesto Humanista II, había
sido sometido a duros ataques por parte de los fundamentalismos religiosos
y de las fuerzas políticas del ala derecha en Estados Unidos. Muchas de
esas críticas sostenían que el Humanismo Secular era una religión. En consecuencia,
la enseñanza del humanismo secular en las escuelas, argüían, violaba el
principio de separación entre Iglesia y Estado y establecía una nueva
religión. La Declaración respondía que el humanismo secular expresaba
un conjunto de valores morales y un punto de vista filosófico y científico
no teísta que no podían hacerse equivalentes con la fe religiosa. La
enseñanza del punto de vista del humanismo secular en modo alguno violaba
el principio de separación. Al contrario, defendía la idea democrática de
que el estado secular debería ser neutral, sin ponerse ni a favor ni en
contra de la religión.
En
1988, la Academia Internacional de Humanismo ofreció todavía un
cuarto documento, una Declaración de Interdependencia, haciendo
un llamamiento a favor de una nueva ética global y de la construcción de
una comunidad mundial, que era cada vez más necesaria a la vista de las
nuevas instituciones globales que se estaban desarrollando con rapidez. En
suma, un humanismo planetario.
Como se puede apreciar, hay humanismo para todos los gustos. Y, por
este motivo, no es fácil responder a la pregunta acerca del humanismo.
Veamos ahora, de que trata el propuesto por Lamont. Según nuestro
personaje, se trata de una filosofía integral de la vida que se autodefine
como naturalista, secular o laica, anti-idealista basado en las
afirmaciones siguientes: anti-sobrenaturalismo; evolucionismo
radical; inexistencia del alma; autosuficiencia del hombre; libertad de la
voluntad; ética intramundana; valor del arte, y humanitarismo. Tesis
fundamental: la humanidad debe buscar la verdad mediante la razón y la mejor evidencia
observable y apoyar el escepticismo científico y el método científico. Sin
embargo, se estipula que las decisiones sobre lo correcto e incorrecto se
deben basar en el individuo y el bien común. Como un proceso de ética,
el humanismo no tiene en cuenta las cuestiones metafísicas, como la
existencia o no existencia de seres sobrenaturales.
Lamont
afirma que «el Humanismo es una palabra antigua, atrayente y tan cargada
de significados favorables que han sido corrientemente adoptada por varios
grupos y personas que tienen poco o ningún derecho a usarla»[i], por lo que se hace necesario establecer un deslinde. De ahí que
se utilice el adjetivo “naturalista” para indicar que “el Humanismo, en su
sentido filosófico más exacto, implica una idea en la que la naturaleza es
todo, en la que no existe lo sobrenatural y en la que el hombre es una
parte integral de la Naturaleza, de la que no lo separa hendidura o
discontinuidad alguna”»[ii].
La
tradición humanista se origina en la antigua Grecia. Lamont sostiene que el primer Humanista
fue el maestro y filósofo griego Protágoras, en el siglo V a. c., a quien
Platón dedicó todo un diálogo. Como sabemos, este filosofo señaló: «El
hombre es la medida de todas las cosas» que, aunque es una expresión
demasiado vaga y subjetiva, en torno a la cual se ha generado abundante
controversia, constituyo en su época un pensamiento atrevido y
no ortodoxo. Protágoras fue también un agnóstico franco; escribió: «De los
dioses no sabré decir si los hay o no los hay, pues son muchas las cosas
que prohíben el saberlo, ya la oscuridad del asunto, ya la brevedad de la
vida del hombre». Esto le valió ser acusado de impiedad y fue desterrado
de Atenas, muriendo ahogado en su camino a Sicilia. Pero, junto con
Protágoras, muchos otros filósofos griegos mostraron una tendencia
humanista en la medida en que se concentraron en el análisis del hombre
más que en análisis de la naturaleza física. Sócrates expuso con brillo
máximas típicamente humanistas, tales como «Conócete a ti mismo» y aunque
creía en Dios, trató de elaborar un sistema ético que funcionara independiente
de la doctrina religiosa. A lo largo de la historia de la filosofía,
encontramos, nos dice Lamont, abundante filosofía ética de carácter
humanista.
El
Humanismo naturalista abarca muchos aspectos, por lo que sería
demasiado extenso como para tratarlo en una sola reunión; por este motivo,
nos vamos a concentrar en el tema de la mortalidad. «El humanismo coloca
definitivamente el destino del hombre dentro de los limites muy amplios de
este mundo natural. Quienes sostiene que la existencia humana carece de
significado y valor sin la promesa de inmortalidad, adoptan una pose o
expresan con lenguaje severo el pesar que han podido experimentar frente a
la perdida de algún ser querido»[iii]. «[El humanismo] Desecha los falsos super-naturalismos del pasado
y proclama las virtudes de una ética francamente dedicada a la felicidad humana
en esta tierra. Esa ética sana y humana puede ser más efectiva,
así también como de espíritu más elevado, que cualquier otra basada en las
promesas de inmortalidad personal. Es positivamente indecoroso sostener
que los hombres actuaran decentemente solo si se les garantiza el pourboire (la
propina), como lo llamó Schopenhauer, de la existencia post-mortem»[iv].
Otra
importante afirmación es la siguiente: «En cuanto al futuro, toca a la raza
humana elaborar su propio destino sobre este globo. El humanismo niega que
exista un destino, en forma de Divina Providencia o de cruel infierno, que
ayude o impida el progreso y bienestar humanos. La Naturaleza
es estrictamente neutral con respecto a los propósitos y esfuerzos
humanos. El hombre no está cogido en las garras de un determinismo
impersonal, puramente materialista, que haya dirigido el pasado y
predestinado todo el futuro. Dentro de ciertos límites prescriptos por
nuestras circunstancias terrenales y por la ley científica, los
individuos, las naciones enteras y el género humano en general, son libres
de elegir los senderos que verdaderamente deben seguir. Hasta cierto punto
son los moldeadores de su propio destino y tiene en sus manos el molde de
las cocas por venir"[v].
Corliss Lamont: Conclusión a
su libro La ilusión de la inmortalidad.
Entre
las glorias excelentes del hombre está en su mente, que le permite
conocer que hay algo como la muerte y reflexionar sobre su significado.
Los animales no pueden prever conscientemente que algún día han de perecer.
Cuando les llega el momento, simplemente, se extienden y mueren; no existe para
ellos un problema o tragedia de la muerte, no discuten sobre la
resurrección y la vida eterna. Los hombres, en cambio, pueden
hacerlo y así lo hacen. Y ese es un alto privilegio. El hecho de que el
resultado de esa discusión y reflexión ha de ser el reconocimiento de que esta
vida es todo, no disminuye el valor de ese privilegio. «Solamente el
hombre sabe que ha de morir; pero ese mismo conocimiento lo eleva en
cierto sentido, por sobre la mortalidad, haciéndolo participar en la
visión de la verdad eterna... La verdad es cruel, pero puede ser amada y hace
libre a quienes llegan a amarla». (Santayana, introducción a The
Ethics of Spinoza).
La
verdad sobre la muerte nos libera del temor degradante y del optimismo
superficial; nos libera de las ilusiones vanas. Afirmar que los hombres no
pueden soportar esta verdad es abdicar ante los elementos más débiles de
la naturaleza humana. No solamente los hombres pueden soportarla, sino
que, elevándose por encima de ella, pueden concebir pensamientos y actos
más nobles que los que se agrupan alrededor de la perpetuación eterna. Se
ha dicho que la negación de la inmortalidad lleva a la filosofía de «Comamos
y bebamos y seamos felices, pues mañana moriremos». Esperamos que los
hombres sean siempre felices; pero no hay razón para que al mismo tiempo
no sean también inteligentes, valientes y dedicados al bienestar de la
sociedad. Si esta existencia terrenal es nuestra única y sola posibilidad
de llevar una vida o, mejor aún, de unir la buena época con la buena vida
en un todo integrado: si es nuestra única y sola oportunidad para gozar
personalmente los frutos de la existencia —y, ¿por qué no habríamos de gozarlos?—
o también nuestra única y sola oportunidad para fijar un recuerdo elevado
y honorable entre nuestros amigos y prójimos. No habrá otra oportunidad en
ningún reino inmortal para redimirnos y modificar la
impresión irreversible de nuestras vidas. Esta es nuestra única
oportunidad.
Finalmente, el conocimiento de que la inmortalidad es una ilusión nos
libera de cualquier clase de preocupación con respecto a la muerte. En
cierto sentido hace a la muerte poco importante. Libera toda nuestra
energía y tiempo para la realización y extensión
de las potencialidades felices de esta buena tierra. Engendra una
aceptación sincera y agradecida de las ricas experiencias alcanzables en
la vida humana en medio de la abundante Naturaleza. Es un conocimiento que
da fuerza, profundidad y madurez, haciendo posible una filosofía de vida
simple y comprensible. No pedimos nacer y no pedimos morir. Peo hemos
nacido y habremos de morir. Legamos a la existencia y salimos de ella. Y
en ningún caso, el destino despótico espera nuestra ratificación de
su decreto.
Pero entre el nacimiento y la muerte podemos vivir nuestras vidas,
trabajar y gozar con las cosas que nos agraden. Podemos hacer valer
nuestras accione y dotar a nuestros días sobre la tierra de un alcance y
significado que la finalidad de la muerte no puede derrotar. Podemos
contribuir al desenvolvimiento de la nación y de la humanidad, y dar lo
mejor de nosotros para la afirmación continuada a favor de la mayor gloria
del hombre.
(Leído en el “Viernes filosófico” en la Facultad de Letras de la UNMSM,
el 30 de septiembre del 2011).
NOTAS
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